No hubo un pensador que definiera de manera más contundente y definitiva el carácter de Francisco de Paula Santander que Miguel Peña; en abril de 1828, le presentó unos perfiles del personaje a Bolívar, que son de una asombrosa clarividencia y profundidad, “¿Sabe usted cuál es en mi concepto, la verdadera cuestión que se discute en el día? Los efectos del odio y rivalidad que Santander profesa a Usted, es a Usted a quien él dirige ahora sus tiros para sacarle de la escena, y a mi parecer Usted rechaza sus golpes con un desdén generoso que conviene poco con un enemigo ambicioso, cruel y cuyo carácter lo forman la codicia y la venganza. Santander no perdona medio para desacreditarlo a Usted dentro y fuera de Colombia; se ha valido de la calumnia porque no halla en la conducta de Usted acciones que censurar; la corona que él le atribuye, y que es obra exclusiva de su imaginación, es la misma que el senado romano y los enemigos del ilustre Tiberio Graco le atribuyeron cuando se puso las manos en la cabeza para pedir auxilio contra el inminente peligro que amenazaba su vida...Y Usted oyendo los gritos de la justicia, ha levantado su voz y su mano contra la corrupción y los vicios que han degradado nuestra patria, y Santander que los había entronizado y protegido por su propio provecho, ha recurrido a la corona de Tiberio para inflamar los pueblos contra Usted, pero en realidad para continuar su dominación con el título plausible de defensor de las libertades públicas... Santander es enemigo muy temible; todas las arterías de Maquiavelo están en su cabeza y todos los crímenes de la edad media están en su corazón.”
Todos los procedimientos de los Borgias por su conocida afición a brebajes y venenos, utilizados para obtener poder y librarse de quienes se interpusieran en sus designios, sugiere Peña, estaban en el alma de Santander.
Existen ocho emblemáticos personajes, enemigos de Francisco de Paula Santander, que murieron de manera muy misteriosa (fusilados, emboscados o envenenados), casi todos sorpresivamente:
1- El General y Precursor Antonio Nariño (traductor del francés de la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano". Fue también Presidente de Cundinamarca, y lo más grave, le disputó en 1821 a Santander, la Vicepresidencia de la Gran Colombia. Haremos un estudio sobre su extraña muerte.
2- El General José Antonio Anzoátegui, quien muere a los 30 años, en Pamplona, de manera súbita, y quien le quitó a Santander todos los laureles en la Batalla de Boyacá, la única batalla memorable en la que éste participó.
3- El coronel Leonardo Infante, afrodescendiente, valiente y una de las mejores lanzas llaneras. Decían de él, que “no veían en la ciudad sus increíbles hazañas, sino sus desordenados apetitos. Burlaba a uno, ponía espanto al otro, reía de todos, codiciaba a casadas, pagaba a celestinas y vivía en poblado con aquel desembarazo primitivo, brusco donaire y altivez salvaje de llanero”. El odio de Santander contra Infante provenía del conocimiento que éste tenía de sus debilidades como militar durante la campaña que tuvo como fin la Batalla de Boyacá. Como ya hemos dicho, se cuenta que en pleno ardor de la batalla, Santander bajó y se ocultó en un puente que había en el lugar. Hasta allá fue Infante y tal vez por petulancia quiso hacerle sentir su superioridad y, tomándole por la solapa le gritó: “¡Ven y gánate como nosotros, las charreteras!” La molestia de Franciscote Paula contra Infante se inflaba al verlo usar lujosísimos uniformes, “sombrero de gala, y sable soñador”; es bien sabido que el Vicepresidente sentía aversión hacia los afrodescendientes y más todavía si era llanero venezolano. Se quiso convertir este caso en ejemplo de resolución y de lo que era capaz el gobierno civil ante un crimen que debía castigarse sin contemplaciones y de manera ejemplar, y fue fusilado. Esto preludiaba otras sentencias dictaminadas en tan breve tiempo, y en la mira del tinglado estaba el belicoso Páez.
4- Antonio José de Sucre. El 30 de enero de 1827, le escribe Santander a Bolívar: “Son muy pocos los venezolanos que no me detestan de muerte, quién sabe por qué; el colmo de esta gratuita detestación lo he visto en el general (Bartolomé) Salom, que parecía impecable”. Era que Salom se había penetrado de las calumnias que Santander soplaba contra Sucre. (Quedaba a las claras para muchos patriotas que las acusaciones contra Páez, eran un mero capricho de la elite “liberal” de Bogotá). Es por ello por lo que, viéndose descubierto en sus intenciones, inmediatamente (el 19 de febrero de 1827) escribe al Libertador prometiéndole redactar un brillante artículo a favor de Sucre, “a quien lejos de aborrecer o envidiar, como dictamina el justo General Salom —lo de justo es una indirecta venenosa contra el Libertador, que así lo llamaba-, aprecio y venero en muy alto grado”. Totalmente falso, Santander jamás, entre 1830 y 1840 cuando él muere, jamás recordó la gesta de Sucre ni tuvo un minuto de consideración para su inmensa obra (idéntico en esto a Páez). Incluso, apoyó al Congreso que en 1832, declaró OLVIDADO el Crimen de Berruecos. Más aún, protegió con férrea locura, como a su propia vida, a quienes le asesinaron: los generales José Hilario López y José María Obando. Los círculos herméticos que se formaron en Bogotá para matar a Sucre, todos eran dirigidos por íntimos y fervorosos seguidores de Santander, de modo que es evidente que esa orden emanó de él. El noble de Sucre en aquellos días le escribía a Santander desde Chuquisaca: “El Libertador me escribe desde Neiva muy disgustado de las diversas opiniones que se presentaban en los Departamentos. Creo que tampoco debería estar contento de varios papeles de Bogotá, que aunque, indirectamente, lo han zaherido de un modo duro e injusto. La ingratitud es el peor de los vicios, y cuando se ejerce por puro placer aumenta sus grados de maldad”. Esto por supuesto ofendía a Santander, por ver en Sucre otro serio enemigo de sus ambiciones. Él coincidía con el general Santa Cruz, en que: “Hay que ponerse muy en guardia con Sucre, con quien toda desconfianza y prudencia no es bastante. Es preciso, precavernos con mil ojos con él, siempre franco y siempre justo.” Nos detenemos un instante ante esta afirmación monstruosa de Santa Cruz y no puede, uno sino pensar que ya a Sucre le habían declarado su muerte, (desde el momento en que aquellos bárbaros supieron que era generoso, valiente y tolerante).
Cuando en 1827, Santander apoya la sublevación del granadino José Bustamante contra Bolívar, en el Perú, Sucreescribía en agosto al Libertador: “No sabe Santander cuánto daño ha hecho a la República aprobando la insurrección de Bustamante; de todos los errores de su administración, éste es el mayor, y si los otros pueden justificarse como buena intención, éste le manchará su nombre. Poco tiempo pasará para experimentar cuánto va a sufrirse en el Sur, por esta aprobación de un amotinamiento militar… A fuerza de la estimación que tiene la división se le ha preservado de contagiarse. No tiene Usted idea de la multitud de papeles que le mandan de Bogotá para inducirle a la rebelión: no sé lo que proponen más que dar escándalo o servir a la Santa Alianza, desmoralizando los mejores cuerpos de Colombia”.[1]
5- El general José Sardá, español, de Navarra, quien había servido en las fuerzas de Napoleón en Italia. Cuando José Bonaparte fue proclamado rey de España, Sardá regresó a su país para enfrentar a los franceses. Estuvo preso en Francia, participó más tarde en la campaña napoleónica en Rusia, y caído en desgracia el famoso corso, se refugió en Inglaterra. Aburrido de una vida sin destino decidió venir al Nuevo Mundo; se unió a una expedición, junto con otros españoles para luchar por la independencia de México, y luego por la independencia de la Nueva Granada. Acusado por Santander de conspirador, le mandó a matar, y lo hizo de manera cruel, en octubre de 1834.
6- El general Mariano París, también acusado de conspirar contra Santander: El día 28 de julio, con aire canallesco, partió de Bogotá el capitán Calle Suárez para dar ejemplo de cómo se castigaba a un faccioso. Es detenido Mariano París, y de inmediato se hacen los preparativos para trasladarlo a la capital; lo llevan rodeado de guardias y pasan por la venta La Fiscala, al avistarla, don Mariano pica espuelas y se da a la fuga. De aquí en adelante las distintas versiones tratan de justificar cómo se captura a un muerto. Un tal cabo Tomás Muñoz consigue darle un tiro por la espalda; luego el sargento Eusebio Velásquez lo remata con un perdigón. Cuando se acercan al cuerpo y lo notan todavía convulso, el capitán Calle, para que “no penara”, lo remató de un tiro por la cabeza.
El infeliz fue echado sobre una bestia y como “res muerta” y ensangrentada, lo presentaron por algunas céntricas calles de Bogotá. Avanzaba aquel cadáver por entre las calles concurridas, y lo pasaron también por la propia casa de la familia París. Era hasta el momento el trofeo más contundente de la lucha que estaba dando el gobierno contra el atraso, la violación de los derechos humanos y la entronización de esas injusticias, del calibre de las que padeció su mayor representante cuando estuvo aherrojado en las fortalezas de Bocachica. Santander, que había vuelto de su destierro conmovido por lo implacable que eran los gobiernos civilizados ante estos execrables procedimientos, nada hizo contra la acción de Calle Suárez y su gente. Nunca pudo probarse que ciertamente don Mariano París estuviera envuelto en la llamada conspiración de Sardá.[2]
7- El botánico e intelectual Francisco Antonio Zea, quien presidió el Congreso de Angostura y fue Vicepresidente de la Gran Colombia en el Departamento de Venezuela. Se opuso severamente al fusilamiento por parte de Santander del general Barreiro y de los treinta y nueve oficiales españoles que cayeron prisioneros en la Batalla de Boyacá. Sale en comisión a Europa y al poco tiempo, a los 52 años, muere en Inglaterra. Fue agriamente atacado por Santander.
8- Y por último, el acoso que Santander mantuvo de manera despiadada y sin cuartel contra el Libertador Simón Bolívar, a quien todo el mundo suponía en buen estado de salud, en 1830 cuando deja la capital. A tal tan punto esto es cierto, que todas las cartas de Rafael Urdaneta (y demás amigos que le escriben a Bolívar desde Bogotá), en todo momento, lo considera con suficientes fuerzas como para que regrese y asuma nuevamente la Presidencia. En el camino a Cartagena pudo haber sido envenado por los hombres que le preparaban la comida. Hay que recordar que al llegar a Cartagena se siente muy mal del estómago y desea tomar un botecito e internarse en el mar para ver si consigue marearse y expulsar la bilis revuelta que lleva en el organismo, que lo fastidia horriblemente. Era un método que se usaba entonces. Puede verse la copiosa correspondencia de esta época, y seguir tramo a tramo todas las inmensas ideas y proyectos que le embargaban, de lo cual se puede deducir que en absoluto cuando partió de Bogotá se encontraba tuberculoso (por lo menos). Téngase en cuenta que casi todos los atentados que se urdieron contra Bolívar para eliminarlo a partir de 1828, los llegó a conocer Santander. El más grave, el del 25 de septiembre, como se sabe, lo supo en detalle y sin embargo lo dejó correr.
LAS ARTERÍAS MAQUIAVÉLICAS DEL VICEPRESIDENTE SANTANDER.
En 1823, Santander se muestra enemigo de la Federación tan sólo porque él es el eje del gobierno central y porque Nariño y algunos venezolanos la sugieren este sistema como la mejor forma de gobierno. Al mismo tiempo ataca a Zea, otro prócer granadino. Santander -obcecadamente ambicioso- se propone destruirlos (a Zea y a Nariño) porque sabe que la vicepresidencia es forzosamente cargo para los granadinos más sabios y distinguidos. Siendo Bolívar Presidente de la República y procurando éste la creación de la Gran Colombia -aunque había venezolanos de altas luces como Pedro Briceño Méndez, Mariano Montilla, Rafael Urdaneta, Miguel Peña, Carlos Soublette y el propio Sucre-, no podía, por elementales razones de política, dejar todos los altos cargos en manos de sus paisanos.
¡Qué afortunado Santander, que nació en el Rosario de Cúcuta, a pocos kilómetros de la frontera con Venezuela! Sólo ese hecho, ese azar, forjó su ambición y todo su destino político. De otro modo -ya que sus triunfos eran básicamente militares- en Venezuela habría estado por debajo de Páez, Mariño, Bermúdez, Arizmendi, Soublette, Urdaneta.
Los ataques de Santander a Zea y Nariño llegan casi al frenesí, a una obstinación enervante. Bolívar no sospecha que detrás de ese carácter legalista y sutilmente venenoso del vicepresidente, se encuentra su propia ruina moral, la anarquía y la catástrofe de Colombia. Algunos se lo advierten, pero el Libertador no es hombre de habladurías. No puede creer que Zea se muestre como un personaje de dudoso patriotismo, como se lo pinta el Vice, y que Nariño, un intrigante y un canalla que no hace más que instigar al caos o a la federación; que es un viejo ambicioso y pervertido.
Santander, pretendiendo defender al presidente de los cargos que él mismo inventa, no busca otro motivo que limpiar el camino de quienes le puedan cerrar el paso hacia la gloria definitiva que es coronarse jefe máximo de la República aunque sea en un pedazo de su propia tierra granadina. Nariño -que hacía poco le había disputado la vicepresidencia- por sus dotes de patriota y su resplandeciente pasado político, era enemigo nato de sus pretensiones. Zea, por su parte, había cometido el inexcusable error de criticarle públicamente el fusilamiento de los treinta y nueve oficiales españoles tomados en Boyacá.
La frecuencia con que Santander se queja de estos dos granadinos alarma y preocupa al Libertador, porque lo hace directamente, a través de la prensa, por anónimos y con la ayuda de diputados inescrupulosos como lo son Francisco Soto y Vicente Azuero. Y finalmente sus ataques parecen darle buenos frutos, porque comienza a aparecer entre sus connaturales del Congreso como el posible sucesor político del Libertador. Comprende por primera vez que los Azueros y Sotos son los secuaces ideales para su ambición. ¡Con estos hombrecitos Santander haría su partido, su República!
No se comprende -en su amor a las glorias del Libertador- ese modo agresivo y obcecado que despliega Santander contra Nariño. Estaba el pobre Nariño desesperado, cansado de insultos y calumnias; decepcionado de los sacrificios hechos a la patria, de sus cicatrices, de sus canas, de sus desvelos. No hay un lugar de paz para sus huesos, ni ningún respeto para su pasado. Bolívar no ha tenido tiempo para aconsejarlo, para atenderle, y el Vicepresidente -temiendo que no muera lo más pronto posible- no le busca una posición donde él pueda desplegar sus talentos políticos o militares. Se encuentra Nariño incomunicado y ofendido por el chismorreo, por los habladores de pasillo, que en aquellos días se concentraban en Bogotá. Y el centro de las habladurías sangrantes las coordinaba el propio Vice, quien las transmitía al Libertador. Bolívar contemplaba con pavor aquellas miserias, donde no veía otra final que el de su propio infierno, la maldición desintegradota de los partidos que acabaría con América. Fue una de las razones por la que siempre despreció las oficinas de gobierno. Allí no había más que intrigas, corrupción y petulancia.
Viendo el Libertador que la campana contra Nariño -con todos los aperos de las más rudas acusaciones- está basada en una supuesta defensa de su propia reputación, se dispone a parar el trote. Recapacita sobre su anterior conducta y trata de llamar a la cordura al Vicepresidente. Fastidiado, por tener que hablar de mezquindades y rabietas pueriles, le escribe a Santander: “No he leído ni encontrado los papeles insultantes -se refiere a los que el Vicepresidente dice que Nariño escribe contra él- de que usted hace mención; tampoco he leído los números del Patriota del 13 en adelante. Lo único que puedo decir a usted es que, en el caso que usted está, debe mostrar moderación y generosidad de principios. Rousseau decía que las almas quisquillosas y vengativas eran débiles y miserables y que la elevación del espíritu se mostraba por el desprecio de las cosas mezquinas. Yo he ganado muchos amigos por haber sido generoso con ellos, y este ejemplo puede servir de regla. Si esos señores son justos, apreciarán los talentos y los servicios de usted, y si no lo son, no merece que usted se mate por ellos... Recorro muy velozmente la comparación que usted hace de Nariño y yo; ya esto es llegar a las manos, y ya también es tiempo de ir parando el trote del caballo por una y otra parte.”
Insiste el Libertador en sus consejos y le dice que trate de ganarse a todo el mundo, para que haya quietud y fuerza; de otro modo -le advierte- “no habrá sino disensiones, contradicciones y penas, y después flaqueza y más flaqueza de ánimo y de medios.”
¿Pero qué hace Santander ante estos consejos? Realmente no comprende o no quiere comprender el alma grande del Libertador. Se queda siempre en los huesos raquíticos de las palabras, en las formulaciones legalistas de las ideas, en la testarudez de sus abstracciones. Responde a Bolívar con un prurito y una afectación odiosa, profundamente amanerada: “Por mi parte jamás le diré (a Nariño) ni indirecta ni nada que pueda ofenderle -pero aclarando-, mientras su Señoría no me toque.”
El propio Bolívar había dicho una vez que luchar contra los elementos de partido era como luchar contra lo imposible. “Yo no puedo -decía- luchar contra la naturaleza de esta tierra ni variar el carácter de los hombres débiles.”
Así pues, que comprendiendo Bolívar que el odio de Santander a Nariño era enfermizo, no podía él identificarse con sus quejas personales; le aconseja moderación, que domine su carácter. Que no le conviene -le dice- que siga escribiendo panfletos y anónimos, porque eso no es propio de uno de los primeros magistrados de la República. Al mismo tiempo el Libertador se siente adolorido y hasta culpable por la situación moral de Nariño, quien recientemente le había escrito diciéndole que quería irse de Colombia o llegarse hasta él, en Guayaquil. Aquella carta debió haber impresionado mucho a Bolívar, porque Nariño vivía una resignación angustiosa y humillante; era que se moría -porque estaba enfermo en una cama- sin gloria, hundido en la ingratitud de sus compatriotas y abandonado de la patria que tantos servicios le debía. Horrenda pudo haber sido la visión que entonces tuvo Bolívar de su propio destino. La canalla que le rodeaba le reservaba, a él, el mismo fin.
Luego de aquella imploración le responde el Libertador que quiere verle y ayudarle, para sacarle del laberinto de la capital. Al mismo tiempo -con remordimiento de culpa por haberlo atacado (a Nariño), tal vez injustamente e influenciado por Santander- le escribe al Vicepresidente las siguientes líneas: “Nadie puede hablar de sí sin degradar de algún modo su mérito (era muy propio de Santander alabarse en demasía cuando atacaba a sus enemigos). Es tan fuera de propósito el que el primer magistrado sea redactor de un papelucho, que no puede imaginarse el mal que se hace.” Le pide que no siga utilizando ese procedimiento aunque sea para defender a Colombia o aterrar a sus enemigos, porque ese sistema, aunque produce bienes, hace odiosos a sus creadores. Le asegura que muchas cosas son útiles y los que lo ejecutan quedan para siempre aborrecidos, desahuciados de sí mismos y de la sociedad.
Nariño no tuvo tiempo de ver al Libertador y murió repentinamente en un abandono parecido al que habría de sufrir el padre de la Patria y tantos otros forjadores de nuestra libertad. Unos historiados como José María Samper dice que se suicidó, pero lo más seguro fue que lo envenenaron.
En nuestra revolución de independencia pudieron más los materialistas habilidosos que los verdaderos principios republicanos. Por la ineptitud moral de Santander para comprender las enseñanzas del Libertador se ve que no era más que un simple individuo de partido, un administrador de bufete, plagado de ideas terrestres, vanidades y deseos de figuración. Nunca siguió uno sólo de los consejos del Libertador -lo que prueba que era bastante cínico, además de hipócrita-, porque siguió en su manía de escribir anónimos contra sus enemigos desde la Vicepresidencia. Más tarde como Presidente haría lo mismo y su estilo insultante y ofensivo fue su diario laborar hasta la muerte. No aceptaba la menor réplica ni contrariedad de aquéllos que eran sus subalternos, y una agria polémica con un general granadino lo llevó prematuramente a la tumba. Jamás se retractó de una sola de sus acciones, aunque ellas hubiesen destrozado para siempre a Colombia.
Cuando Bolívar llegaba moribundo en Santa Marta, Santander libaba el vino de su venganza en Europa. Finalmente Colombia se escindía: por un lado Pedro Briceño Méndez, Mariano Montilla, Juan Francisco, Revenga, Castillo y otros pocos pretendían revivir el país a la cabeza de Urdaneta; del otro lado estaban los liberales apoyados por Soto y Azuero secundados por Páez, Mariño, Miguel Peña y Leocadio Guzmán en Venezuela. Los indiferentes eran la gran mayoría; algunos desintegraban al país, incluso de buena fe, obnubilados con un nacionalismo de pequeño alcance y confundidos con una falsa ilusión de bien.
Más pudo en aquella revolución la necesidad del mero sobrevivir a costa de lo que fuese, que todas las ideas grandiosas de la unión colombiana, de la gran confederación latinoamericana y de todos los principios morales y humanos que propugnaba el Libertador. Triunfó un Páez que, después de la independencia, luchó sólo para conservar sus haciendas y su poder. Triunfaron un Santander y los asesinos de Sucre, José Hilario López (también presidente) y José María Obando (tres veces presidente de la Nueva Granada).
[1] General O’Leary, Memorias.
[2] Incluso, se supuso que aprovechándose la gran confusión reinante en el país, don Mariano París pudo haber sido víctima de una venganza. Al menos así se desprende de una carta de su hermano, el general Joaquín París, en la que le dice a Santander que creerá siempre que el asesinato de Mariano haya sido “decretado por algún Magistrado de segundo orden, desde que se supo permanecía tranquilo, y se mandó un oficial escogido que se prestó a hacer un servicio semejante; y si no fuera así, mi General, ¿no era responsable de su proceder? ¿No era responsable de la vida de un preso que halló desarmado y pudo conducir con toda seguridad? En fin, si este hombre hubiera procedido por su propio antojo, no puedo persuadirme que quedara sin castigo bajo un régimen legal”. Véase Archivo Santander, Tomo XX, pp. 165, 166.
jrodri@ula.ve