Para julio de 1956, se produce un hecho que Betancourt consideró de extrema gravedad, y que podía resultar otro mal ejemplo para los países del hemisferio. Él, que sigue paso a paso las acciones de Pérez Jiménez redacta un informe que hace llegar a la famosa judía Frances Grant que controlaba para la CIA todas las acciones de los mandatarios latinoamericanos. Para miss Frances, no cabe la menor duda de que el próximo presidente de Venezuela será Betancourt, y que ciertamente se están encontrando elementos de tipo nacionalistas en el régimen de Pérez Jiménez que pueden poner en peligro la estabilidad política de la región.
El Presidente Dwight Einsenhower, propuso la celebración de una cumbre presidencial interamericana que acabó celebrándose en Panamá. Los fines eran los de siempre: reiterar los compromisos de la unidad continental, mantener la paz, la libertad y la cooperación económica y militar. El gobierno de Pérez Jiménez se enteró con antelación que el Presidente de los EE UU se proponía plantear en el marco de la reunión la necesidad de una base estratégica de misiles con cabeza atómica en la península de Paraguaná. Este proyecto estaba dentro de los planes de seguridad continental emprendidos por Washington, y Einsenhower contaba con que los mandatarios presentes no le presentarían ninguna clase de objeciones. Lo insólito fue que Pérez Jiménez lo rechazó de plano por considerarlo lesiva a la soberanía nacional y por tanto inaceptable para las Fuerzas Armadas Nacionales.
Esto causó mucha irritación entre los asistentes ciegamente plegados a los mandatos de Casa Blanca, sobre todo en la oligarquía criolla que se estaba beneficiando con delirio de los contratos con el gobierno. El general Pérez Jiménez había advertido que si Einsenhower planteaba el tema de los misiles, él airadamente se retiraría de la cumbre[1]. Este mensaje se le hizo llegar al Presidente anfitrión Arnulfo Arias de Panamá, quien seguidamente lo comunicó al Presidente de EE UU, de modo que éste tuvo que retirar la propuesta.
Pérez Jiménez, considerando que había hecho respetar a Venezuela, y que podía llegar un poco más lejos frente al monstruo del imperio, se arriesgó a proponer en esta cumbre un fondo económico para el desarrollo de los países de la región, cuyo capital provendría de los aportes de las naciones participantes, con un diez por ciento del presupuesto de cada una. Einsenhower consideró que esto constituía no sólo una verdadera imprudencia sino una bofetada a la majestad de su mando, y llamó a varios de sus asesores para que le hicieran saber a Pérez Jiménez que él no estaba siendo apoyado por Norteamérica para que cometiese desquicios y perturbaciones en la región. Que esa no era su función, que las cuestiones de tipo económico en el hemisferio eran de su total y exclusiva incumbencia, así como los tratados bilaterales entre las naciones. Frances Grant se frotó las manos, encontrando en esta molestia de Einsenhower el próximo fin del gobierno de Pérez Jiménez y el comienzo de un estado “democrático” en Venezuela bajo la certera y seria orientación de un estadista ejemplar como Rómulo Betancourt.
En esa conferencia en Panamá, Pérez Jiménez habló sólo cinco minutos, y entre otras cosas dijo: “Ya no es época de libraciones políticas. Los pueblos son dueños de sus destinos. Pero sí tenemos que hacer mucho en el campo económico, para lograr nuestra soberanía en ese campo[2]”. Fue cuando propuso crear un fondo común para la realización de importantes obras en Latinoamérica, y Venezuela comenzaría aportando cien millones de dólares, “que para los norteamericanos hubieran repercutido en unos 3.000 millones de dólares, y el fondo se habría situado en 4.000 millones.” Los norteamericanos lo rechazaron de plano y fue cuando comenzaron los planes para crear la Alianza Para el Progreso, y lo que allí aportaron fue la miseria de 200 millones de dólares que era precisamente para recuperarlo con creces mediante la incorporación de grandes empresas estadounidenses que monopolizarían casi toda nuestras industrias básicas. Además, el país que solicitara un préstamo tenía que prescindir de su soberanía, lo que Pérez Jiménez consideraba “una dádiva humillante”.