Al colonizado se le distingue, en primer lugar, por una cierta postura corporal. Parece que va a hacer una reverencia de un momento a otro. Cuando habla con gente a la que considera mejor colocada en la jerarquía social, se inclina inconscientemente. Y no vean la sonrisa amable y bobalicona que se le pone.
Si el interlocutor es de fuera –entendámonos: un "fuera"
metropolitano, no de países pobretones–, nuestro personaje no duda
en hacer un supremo esfuerzo de pleitesía. Se desvive en agradarle.
Incluso imita su acento, en la firme convicción de que el suyo es plebeyo
e incorrecto. De hecho, tras rimbombantes declaraciones de amor a su
tierra y a sus costumbres, el colonizado desprecia profundamente a su
propio pueblo. Solo lo soporta en tono de verbena, parranda o romería.
En el fondo considera a los suyos gente ruin, bárbara, de la que conviene
desmarcarse, no sea que lo vayan a confundir. Una mínima atención
que reciba de los metropolitanos es exhibida como un gran logro. Lo
que viene de fuera siempre es digno de encomio y de imitación. Lo que
se hace en su tierra es sospechoso. De los suyos no puede salir nadie
bueno. Por eso destaca a bombo y platillo la llegada del último
famoso foráneo, y ningunea sistemáticamente a cualquiera de sus
paisanos sospechoso de tener talento. A esa endofobia le llama
ser cosmopolita.
Pero lo que más odia el colonizado es que alguien ose criticar a la
superioridad. Cómo se puede aguantar que alguien la incomode. El que
critica pone en peligro el statu quo, el obtuso conformismo en que el
colonizado confía en medrar. Cualquier discrepancia es considerada
una crítica destructiva, una acción corrosiva. Frente a la cual el
colonizado puede hacer méritos desplegando su lealtad servil. Poniéndose
en la cabeza del linchamiento de los disidentes. E incluso levantando
la bandera patria para escachar a los suyos.
Ah, pero cuando el colonizado alcanza algún tipo de poder, agárrense
los machos. Y las mujeres. El despotismo cipayo es para echarse a temblar.
Pobre de aquél que le tosa, porque entonces sabrá cuánto ha aprendido
de los blancos.
Comprenderán que, precisamente para acabar con el colonialismo, primero
tenemos que dejar de pensar y vivir como colonizados. Descolonizar
nuestras mentes, o sea.
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