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Aprovechando la escalada entre nosotros de esta expresión válida, y, en plena tenaz lucha contra los engorros que se derivan de la presencia intempestiva de un doloroso y testarudo furúnculo en una nalga, me lancé fatigoso a la calle a cumplir con ciertas ineludibles obligaciones, que ya Séneca denominaba, con innegable aflicción: “afanes venéreos”. Porque no sé si les he dicho (¡qué faltará por decirles de mí!) que, luego de haber recibido de Dios un venturoso susurro en el oído derecho, decidí vivir solo para gloría de Él, y sobre todo de mí… Y así estoy dispuesto a morir; eso sí, pero rodeado de la gente que dice quererme y sin el temor de poder descubrir luego, con la avanzadísima tecnología celestial, que eran unos habladores de paja por habérmelo hecho creer así. Pero bueno, eso es pescao de otra mara.
Entonces me dirigí primero hacia la empresa eléctrica a pagar la luz -aquella mañana muy calurosa, y donde mi temperatura corporal, para colmo aumentaba, al toparme muy a menudo con los cuerpos gráciles, pero a la vez tropicales y voluptuosos de mis compatriotas, por lo que mis ojos parecían también haber perdido su ritmo normal de mirada: me hallaba como pajarito en grama- y encontré una cola de ¡padre y señor mío!, y además, demasiado lenta. Me llevé las manos a la cabeza y pelé los ojos con la frente hecha un riachuelo, y me dije: bueno Raúl, mientras que esta cola baja, ve al banco a pagar el condominio para que no pierdas el tiempo. Cuando llegué al banco -que sito está cuatro o cinco cuadras más allá de la luz- entonces no había cola, pero tampoco luz, como una sañosa ironía dentro de mis circunstancias de lugar y tiempo. (Y el furúnculo, gritándome gozoso -y terebrante también- que estaba allí, y a la vez sintiéndolo como riéndose a carcajadas de mí…). Y me dije: Raúl, ¡paciencia y más paciencia para tener patria libre de saboteadores! Y mi sofoco, por el calor y la frustración, aumentaba a límites riesgosos. Y notaba que los antibióticos habían hecho mella en mi energía. Y me dije: ¡bola, Raúl! detén esta aventura extrema y trata de recompensarte. Me dirigí entonces, y sin voltear a ver a nadie, a un buen ambientado restorán que me quedaba como a cuatro cuadras del banco. Entré presuroso y me senté en la barra (con una sola nalga, por supuesto) donde el aire acondicionado de inmediato acarició todo mi cuerpo, incluido el bendito furúnculo. Pedí una cerveza fría, y me dispuse relajarme. En el espejo de la barra había como una marquesina que anunciaba, “Prohibido fumar”, y no podía disimular yo los fuertes suspiros de felicidad que me brotaban de mis adentros. En esto, se presenta un señor maduro, con la tonsura demasiado corrida hacia la frente, y pregunta si puede fumarse un “king size plus” que blandía en la mano izquierda y que amenazaba encender de inmediato con un yesquero. Me levanté del asiento con brusquedad y le grité; ¡epa amigo, por favor, lea el aviso!, y me senté de nuevo abstraído, pero con el furúnculo, lo que de suspiro pasó a ser, esta vez, un soez alarido lo que me brotara de mis mismos adentros. El sorprendido señor salió entonces del restorán y encendió su cigarrote no muy lejos de la puerta; y se le notó, algo de lumpen-burgués, sólo cuando, para tratar de disimular que no era a fumar que había salido, peló por el celular y se dispuso a llevar una conversación de utilería, mientras hacía decrecer su “king size plus” en tono peripatético y a través de jalones funambulescos… Y eso lo practicó, cuatro veces, delante de mis ojos hechos pasmo.
Luego entraron dos hombres blancos, altos, altivos y fornidos, con estampa otoñal avanzada; ambos de pelo cano total y bigotes juancharrasqueados, canos totales también y tez rosada, y sentáronse a mi lado dejando un banco de por medio pero no de mirarme con desprecio, y, como preguntándose ambos, al unísono: qué carajo hará en esta barra este viejo con esa cara de chavista y con un semblante tan premonitorio de muerte. Y habiéndolo entendido así, le lancé entonces, como contraataque, una de esas miradas de innato asesino que ensambla Leopoldo López al tan sólo mencionar (u oír mencionar) la palabra Chávez… Y alcancé neutralizar, así, sus tan agresivas actitudes. Ordenaron entonces con desenfado un par de güisquis 18 años con agua Evián, y utilizarían sus respectivos dedos índices, bien pezuñados, por cierto, como meneadores... Luego del tercer sorbo, el que está más cerca de mí pide un cenicero que el simpático capitán de la barra le niega, señalándole risueño el aviso que, con toda seguridad, había leído. Voltea hacia mí, y mírame con más desprecio aún y, acto seguido le dice al capitán de la barra, en tono despótico: ¡dame la cuenta!”, bebiéndose a grandes sorbos -y obligando a su cómplice a beberse igual- el resto del güisqui. Pagó la cuenta dejándole al capitán de la barra una propina pingüe, como significándole de lo que se había perdido por la estupidez de no haberlos dejado fumar a pulmón desnudo; lo que me hiciera acordar de la arrogancia del embajador yanqui en Bolivia, al decirle a Evo, lo grave que les resultaría la decisión de expulsarlo, al poder decidirse suspenderle los cien millones de dólares dizque de ayuda para la lucha contra el narcotráfico… El episodio evitó, por cierto, que pusiera de nuevo a riesgo de golpe mi furúnculo algo sosegado de los efectos del trauma anterior.
El capitán de la barra, que resultó chavista también, me comentó que esos señores encajaban muy bien dentro del concepto de lumpen-burgués acerca del cual había oído comentar a Chávez en un Aló.
Y sorprendido de su capacidad de seguimiento al proceso, le dije: ¡así es, camarada!, y le pedí la cuenta a ver si de vuelta encontraba disuelta ya la cola para pagar la bendita luz.
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