Los que escribían en mi casa eran mis hermanos Felipe, Adolfo y Argenis. Yo no tenía preparación para redactar nada y era simplemente un profesor de Física y Matemáticas. Me encantaba leer y cuando cogía un papel para ver si me salía algo, me quedaba como un idiota, y me decía: “Yo no nací para esto”. Y andaba por ahí con amigos que también leían pero que no tenían el oficio de la escritura ni se atrevían a escribir lo que pensaban. Hablaban y perdían el tiempo en plazas, paseos y librerías.
Quise apartarme para disciplinarme, pero en este país coger orden y aplicación al trabajo parecía una maldición. Estaba perdiendo mi juventud y mi poco talento y vivía angustiado. Yo sabía que no había nacido para ser un pendejo cualquiera pero no encontraba como evitarlo. Cada amanecer era lo mismo: Me prometía que me metería de lleno a trabajar organizadamente, pero al ir transcurriendo las horas comenzaba a flaquear: No sabía qué estudiar, cómo investigar, en qué concentrarme, y acababa llegando alguno de esos amigotes que me buscaban para hablar de política de partidos, de aventuras o viajes, por lo que terminaba tirando todo lo poco que había aprendido por la borda.
Hoy recuerdo aquel infierno, y siento piedad por tantos jóvenes de talento de este país que estarán pasando por lo mismo.
Hasta que al fin rompí amarras: conseguí romper con todo, y me lancé a la aventura. Cogí y me fui del país. Pero yo no quería viajar para volver con un carro raro, una nevera moderna con dispensador de hielo, un cámara, dictáfonos digitales o equipos de sonido poderosos. Quería traer un libro escrito por mí que fuese una diana salvadora para Venezuela. Quería venir convertido en un mago de poderosa sabiduría para sacar de abajo a mi patria. Y llegué a Los Ángeles, California, y encontré el mundillo otra vez de los venezolanos que no hacían sino hablar de plata y buscar la manera de no regresar nunca más a su país. Y luché para apartarme otra vez. Luego pasé a España, Perú, Argentina, México. Vinieron los encuentros maravillosos: Ramón J. Sender, Francisco Antolín, Jean Marc De Civrieux, Santiago López Palacios, Andrés Zavrostky, … De todo esto, comencé a poner en práctica de Niestzche de que amistad que no eleva, rebaja. En que vive reunido con pendejos se hunde irremediablemente.
En esa etapa comencé a darme cuenta de que me había salvado al menos de cometer la tontería horrible de haberme dedicado a la política de partidos, lo que estuve a punto de hacer de no haberme autodesterrado. Y ya sabemos cuál era ese mundillo de la poliquería venezolana que acabaron casi todos corrompidos tanto de la izquierda como de la derecha.
Y comencé a estudiar seriamente matemáticas, me hundí en un despacho a revisar lo poco que sabía y a descubrir mi espantosa ignorancia. Y mi mayor placer era revisar bibliotecas. Con exigentes profesores y relacionándome con condiscípulos preparados comencé a aprender lo que es realmente la creación, la disciplina y el trabajo intelectual. Sentía placer por quedarme hasta el amanecer entre libros y fórmulas, y deseando por siempre que ese fuera mi destino. Y así estuve seis años, entre maestros sabios, libros y bibliotecas. Y Venezuela se me hizo irreconocible. Una madrastra irreconocible a la que tenía que seguir amando. Si era algo no se lo debía a ella, sino que lo poco que valía era a pesar de ella. Iba a descubrir, paradójicamente, que esa estancia fuera me había inhabilitado para ser venezolano dúctil, viejo y rancio, y que se convertiría en el resto de mi vida en una gran carga de dolor y frustraciones. Que en la misma medida en que alguien se llena de cosas maravillosas del saber, de una personalidad propia, en esa misma medida en su país iba a ser atacado, vilipendiado, odiado y despreciado por sus congéneres. Que ahora la batalla sería por decir la verdad costase lo que costase. Así fue.
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