Es casi imposible resistirse a la tentación de concluir que un lugar como Maiquetía, y sobre todo si se está en el Aeropuerto Internacional, es el escenario de un fenómeno tan curioso como patético: en él se multiplica exponencialmente el malestar de ánimo que es distintivo de la pequeña burguesía venezolana, esa que dedica una buena parte de su tiempo a comunicar de viva voz los horrores que le ha tocado padecer en la era del chavismo. Nadie está a salvo de ellos: se les identifica en el ceño fruncido, en la velocidad inusual con la que transitan por los pasillos, en la molestia desproporcionada que les produce un leve retraso en Inmigración, en los diarios que llevan bajo el brazo, en la mirada desconfiada que escruta severamente el entorno. Y, por supuesto, en los comentarios. Basta detenerse un instante y echar un ojo, escuchar un poco: están por todas partes.
Lo percibí por primera vez en marzo de 2002, cuando me tocó viajar a San José de Costa Rica. Cualquiera podrá opinar que es muy fácil decirlo a seis años de distancia, pero igual va: entonces, ese mismo malestar se expresaba de forma más violenta, más vociferante. Más que un lugar en el que compartíamos inevitablemente chavistas y antichavistas, los primeros teníamos que hacernos a un lado, a riesgo de que nos pasaran por encima. No es una metáfora. Me sucedió con una mujer en sus treinta y algo, a quien tuve que darle espacio, mientras hacía malabares con la maleta, para no estorbarle el veloz paso que acompasaba con ruidosos insultos contra el gobierno, contra Chávez, contra el país y contra todo. Una escena que anunciaba, a su manera, lo que acontecería un mes después.
Seis años después, el mismo malestar no se expresa con tanta violencia. A riesgo de no encontrar el término exacto, diría que lo que mejor describe la actual situación, el estado de ánimo presente es la frustración. O la resignación. Una frustración, digamos, no pasiva, que no oculta su deseo de revancha, pero frustración al fin. Resignación que se confunde con el goce que les produce poder marcharse del país al menos durante un tiempo. Como todo malestar, es más poderoso que cualquier evidencia concreta: nada importa que nuestra pequeña burguesía hoy disponga de mejores condiciones para costearse un viaje al exterior. Sería interesante tener los números a la mano, pero difícilmente alguien en su sano juicio podrá negar que hoy la pequeña burguesía venezolana viaja con una frecuencia impensable no sólo hace veinte años - por emplear una cifra redonda - sino incluso a comienzos de la era Chávez. Pero seguramente viajará convencida de que esta particular bonanza será producto del esfuerzo individual, o hasta de la fortuna, pero jamás de las medidas gubernamentales que han hecho posible el crecimiento económico - para emplear la jerga clásica. Un crecimiento económico del que la pequeña burguesía ha sido una de las más beneficiadas - si no la más. Es la misma clase que disfruta las ventajas del Bolívar oficial, pero critica el control de cambio.
Este malestar clasemediero se expresa de formas verdaderamente grotescas. Ya de regreso en Maiquetía, y aún a bordo del avión, fuimos testigos de las "recomendaciones" que un grupo de venezolanos impartía a una pareja de argentinos que venían a Venezuela en plan turista. Para más señas, "un grupo de venezolanos" traduce en realidad a dos muchachas y un tipo que difícilmente sobrepasan los treinta años. En resumen, las advertencias fueron:
1. Si permanecen entre Chacao y Altamira no les va a suceder nada. Aunque el centro de la ciudad tiene algunos lugares "lindos" como para visitar, lo conveniente es permanecer alejado de él, porque es muy peligroso.
2. No confíen en nadie.
3. La sentencia del tipo: es bueno que visiten Caracas para que la comparen con Buenos Aires, y se convenzan de que el lugar al que han llegado no tiene nada bueno que ofrecerles.
Es decir, señoras y señores, welcome to the jungle.
No es necesario aclarar que puesto en semejante situación, difícilmente alguien sería tan imbécil - y hasta irresponsable - como para retratarle a una pareja de turistas un cuadro idílico de Caracas, del tipo sucursal del cielo. Pero así funciona el chantaje: todo aquel que no suscriba esta versión de Caracas como el infierno, seguramente piensa que Caracas es el cielo. Claro, porque no piensa. Todo aquel que no suscriba la versión de que vivimos en una dictadura totalitaria, seguramente convalida cualquier cosa que haga el gobierno. Claro, porque no piensa. Sólo piensan los que están convencidos del infierno totalitario, y los demás no pensamos. Obviamente, Caracas no es ni una cosa ni la otra. Ni tampoco el purgatorio - antes de que alguien me venga con el mal chiste.
Lo que el micro-relato anterior revela es la imagen que un segmento minoritario de venezolanos tiene de Caracas, y en general del país y de sus circunstancias históricas. Más allá del lugar común de que la ciudad termina donde comienza el oeste - una valoración social y geopolítica que es una constante histórica de la clase media venezolana - lo que resulta clave, a mi entender, es la advertencia: no confíen en nadie. Que más que una advertencia necesaria - como de quien realiza la buena acción del día - a un par de turistas desprevenidos, lo que revela es la desesperanza y el desaliento del propio antichavismo. El problema, por así decirlo, se presenta cuando esta desconfianza, y con ella la resignación, y con ambas el miedo, se expresan políticamente. Porque en el miedo reside el capital político de los conservadurismos. Y de allí la miseria de la oposición venezolana, que no es capaz de movilizar a su base social si no es a condición de convencerla de que vivimos en el peor de los infiernos posibles.
Luego, el taxi. Antichavista. Un tipo grueso y enorme, brasileño con años en el país, un tipo simpático, de conversación amena. Pregunta de rigor: cómo ven a Chávez en Buenos Aires. Le doy cuenta de nuestra experiencia: al saber que éramos venezolanos, muchos nos preguntaban por Chávez. De estos, todos lo valoraban positivamente. Sólo un taxista nos preguntó qué llevábamos en la "valija", a manera de joda. Y vaya que le han dado duro a lo del maletín los medios anti-K, que está de más decir son casi todos. El taxista guarda un silencio incrédulo. Se lanza un discurso sobre el maletín, nos dice que en Venezuela no se habla de otra cosa. Le pregunto sobre los planes de magnicidio, que cómo marchan las investigaciones. Me responde que el problema es que nadie cree en eso. Le comento que a pesar de estar bastante desinformado de lo que ha sucedido la última semana, pude saber que había varios detenidos, más de veinte, si mal no recuerdo. Que hay unas grabaciones. Responde que... bueh... que sí... que es cierto, y de repente nos encontramos todos escuchando una historia hilarante, de un cable submarino que nos conecta con Cuba, y de cómo todas estas grabaciones se hacen en realidad desde La Habana. Las mismas grabaciones que evidencian los planes de magnicidio. Planes en los que no creen los que creen, sin embargo, en la hipótesis del cable submarino. Le cuento que escuché decir - en Caracas, antes de viajar - que la gasolina que usamos en Venezuela no es venezolana sino brasileña, que es de mala calidad, más inflamable, y que por eso se han incrementado los accidentes viales que resultan en carros devorados por el fuego. El tipo se ríe. Todos nos reímos. Le comento que hay algo que nunca he podido entender: cómo es posible que en San José, Quito o Buenos Aires las tarifas de los taxis sean mucho más baratas que en Venezuela, siendo el caso no sólo que nuestra gasolina es casi regalada, sino que en estas ciudades es bastante cara. El hombre no atina a responderme. Pero no importa. Me conformo con pensar que al menos pudimos reírnos un buen rato.
Así fue volver a Caracas.
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