Debo reconocer, de entrada, que la vida de un infiltrado, o de una infiltrada, debe ser muy dura. ¡Dura, dura, dura!, como exclamaba la trinitaria aquella bajo alguien que había dado con su punto G... Debo reconocer, también, que tengo amistades escuálidas. He vivido toda mi vida rodeado de escuálidos; salvo los revolucionarios químicamente puros, presumo yo, que por lógica han tenido que vivir rodeados, sólo, de revolucionarios, y nada más. No es mi caso.
A mí me engendró un escuálido acérrimo, en una potencial escuálida, si no hubiese sido por su marcada indiferencia ante la politiquería como humana locura inmemorial. ‘La política es loca de bola’, me decía con frecuencia ella con su simpático acentito oriental jugando a ser parvulista. Y así comenzó mi proceso de asimilación de ella, no como ciencia (si acaso lo fuera, que no sé si lo es) sino como cotidianidad, aunque viviera bajo una dictadura pedroestradera. Pero, de que para algunos y algunas, la política es orgásmica, seguro que lo es. Y vaya mi reconocimiento para ellos y para ellas.
Pero una amiga escuálida patológica, que me ha dicho siempre, que con sólo ver la imagen, o con sólo oír la voz de Chávez, le dan unas veces fuertes retortijones de barriga, y otras, simples pasacólicas, me confesó, no mucho tiempo ha, haberse infiltrado en uno de sus apretujados y ardorosos mítines, no sé si con fines inconfesables. Eso no me lo dijo. Lo cierto es que le echó bola, incluso con su maridito… Me dijo que para demostrar ser chavista (no hasta… sino más allá de la pata) no fue que se vistió de rojo, sino que se disfrazó de tomate manzano maduro, para resultar más creativa y más revolucionaria, aprovechando el lanzamiento del concepto de soberanía alimentaria.
Bueno, me dice que caminó hecha la pendeja agarradita de manos con su marido que también estaba de rojo (como un clavel) hacia el núcleo de la aglomeración; vale decir, hasta donde la masa chavista se torna más y más apelmazada. Y allí se metió, y allí se quedó hasta que Chávez diera las buenas noches de despedida. Fue cuando hubo de aclararme, que no es lo mesmo estar en un mitin de Chávez, sintiendo con intensidad la emoción que él procrea con su presencia de firme esperanza revolucionaria, donde el entorno no es que no importa, sino donde el entorno eres tú misma, que estarlo sin sentirlo, y donde el entorno entonces se convierte en toda una amenaza, y al que percibes en su más mínima expresión con desagrado, debido a lo pendiente que estás de él por ser sólo tú una audaz infiltrada dentro lo que conciencias muy bien como una verdadera locura colectiva. Que, dentro de esa hiperestesia que desarrollas –continuó diciéndome-, sientes lo más mínimo como algo que, con enormes dimensiones, invade tu cuerpo por todos lados. Que entonces, debido a la dinámica del movimiento de la masa, se fue separando ella de su marido hasta que diérase cuenta que se hallaba él, bien lejos, y dentro de su respectivo torbellino.
Y que, resignada ya, tuvo que comenzar a poner atención a las palabras de Chávez, viéndose perturbada su concentración, entonces, al momento de comenzar a sentir, de ‘verdad-verdad’, la dureza del chavismo duro... Que en las tristonas y afligidas concentraciones escuálidas, ella se ha sentido tan sola, que ¡para qué haber ido!, me expresa con diáfana decepción reflejada en todo su rostro maquillado. Y que, disfrutó tanto, que al próximo mitin de Chávez no iría como infiltrada, sino como potencial chavista de todo corazón, y sin su marido escuálido, que, tan aburrido le resulta, como un paseo en aplanadora.
Y terminó diciéndome, con los ojos que le brillaban, y con pícara sonrisa esbozada en sus labios rojos-rojitos: ¡Uh!... ¡Ah!... Y se despidió muy festiva. Pero me dejaría una pregunta íntima: ¿qué pudo haberle pasado a ésta, coño?