Existen dos palabras que en mí han generado una especial fascinación. Son ellas: amor y psiquiatría (estrechamente vinculadas, por cierto); sobre todo en cuanto al amor erótico ese, que es capaz, el ‘desgraciao’, de hacerle perder la razón por completo al más arrechote de todos los arrechotes viajeros en esta no sé si: ‘querida, contaminada, y única nave espacial’, que gira, y gira como una loca, sobre su propio eje imaginario’(…) Al menos, en éste que está aquí, ha sido tal cual (como el pasquín de Teochoro), hasta que el paso de los años me ha venido permitiendo labrar, alguito de razón en ese campo, con la que me he defendido, sin embargo bien, por haber llegado a mi avanzada edad (de hoy), libre de polvo y paja... Y, por esa locura, tan ostensible, coño, hemos sido capaces, y aún lo somos, hasta de sentir admiración. ¿Es acaso cuestión eso, de cuerdos y cuerdas?
Por la psiquiatría también he sentido esa fascinación, porque, desde muy tierno, he estado bajo su impronta. Es más, de acuerdo a exploraciones arqueológicas muy serias que he realizado en mi recuerdo más inmemorial, persuadido estoy, de que, cuando nací, quien en realidad cortó mi cordón, me dio la primera nalgada, y me practicó los primeros chequeos vitales, fue un psiquiatra en vez de un pediatra. Y luego habría de caer en sus garras, por dos psicóticas tendencias malignas, con la que nací: por la de pretender aproximarme siempre, a la razón y al buen juicio, y, por la de tender a nadar contra la corriente. Ambas dos, pasto de la psiquiatría más apegada.
Y así, el segundo psiquiatra que explorara mi ‘locura’, fue uno que habiendo sabido mucho después, que era como el gordito de Buenas Noches, me hizo una pregunta harto insidiosa… Que si yo me masturbaba. ¿Y ‘quéchecho’? le pregunté con una obligada lenguarada de inocencia debido a mis cuatro años de edad, vistiendo un corto overol con un osito en la solapa, con una amplia sonrisa babeante -sospecho que por la primera dentición-, con un carrito en mi rolliza mano derecha, y, exhibiendo unos largos bucles, como los de Bob Marley, de uso unisex por aquellos remotos entonces. Porque, ¡no era más que un ‘loco bajito’, coño!...
Más tarde, comenzaría a esculpir (no el psiquiatra, sino yo) un estreñimiento inédito para la ciencia de esa época, acerca del cual, otro buen psiquiatra español, de vanguardia dictaminó, que sólo, para llamar la atención, era esa vaina (¡así mismo!), cuya hipótesis pudo ser cierta, sobre todo, luego que descubriera, ya en la adultez, que las mujeres son -o tienden a ser- muy estíticas… En fin. ¡Y vaya qué forma la mía de llamar esa atención! Pero, para lo que es mi estreñimiento mental, y lo aclaro, no ha existido nada, hasta ahora, que haya podido laxarlo, en lo más mínimo. Es una gravísima trancazón pétrea en la mente, patología que, incluso comparto, con los y las escuálidas sin que eso me honre para nada.
Pero además de lo anterior, que es muy íntimo (y que ruego por tanto que no se lo cuenten a nadie), dos artículos de Aporrea, uno del camarada Eduardo Rothe y la contestación a ese, de la camarada Mardonia López, sobre la psiquiatría, obligaron éste mío. Rothe llama a los psiquiatras ‘mercenarios de la salud mental’, para quienes los pobres no merecen un tratamiento suyo. Que llaman a Chávez, loco, por decirles la verdad en la mera jeta con envidiables razonamientos; preguntándose Rothe, con angustia entonces: ¿existen psiquiatras honrados? Buena pregunta, mano… Y Mardonia, por su parte, afirma: ‘que no hay parámetros objetivos para “evaluar” el estado mental, que es el reino de la subjetividad (…) ‘la psiquiatría desde su origen se encarga de encarcelar a quienes presentan un comportamiento diferente al considerado “normal” por el pensamiento dominante’ ¡Bravo, camarada Mardonia, carajo, eso luce burda de contundente por lo categórico.
Pero en cuanto a la interrogante del profesor Lupa, ya, me paseo sólo por el siguiente pretendido: si a mi ventana de psiquiatra llegara una paloma blanca, bella, sensual, y de pícaros melindres, manifestando ser víctima de un agudo desabastecimiento afectivo, o con un acaparamiento de dudas procedente de la fidelidad de su desobediente maridito y que, previamente no haya podido resolverlo Samán, siendo yo terapista transaccional, diplomado para eliminar todos esos incordios propios de la existencia femenina, vestido todo de Dovilla, y con unas insanas intenciones perfumado y, logrando para colmo, entonces, que mi paciente alcanzara sentirse embargada muy pronto de los efectos milagrosos de mi técnico tratamiento de relajo, y que, por ello mismo, comenzara mi ‘paciente’ a lanzarme señales hostigadoras hacia el sosiego de mi libídine adormecida, ¿terminaría todo con los resultados que están pensando en este momento? ¿Ah? ¿Habría de condenarse entonces a una mujer, que, por esa técnica tan mía, háyame podido considerar, coyunturalmente, el hombre de su vida? ¿Hubiera podido existir otro psiquiatra, que, disponer hubiera podido, de las suficientes fuerzas como para demostrar la honestidad y frenar sus impulsos a punta de deontología profesional, ante los atributos físicos tan desamarrantes de una paciente tal? ¿Ah? ¡Contesten usuarios y usuarias, por favor! ¡No se queden mudos o mudas! (…) Pues, el psiquiatra -y lo dice este que está aquí, mi querido camarada Lupa- no es más que una araña que, poco a poco, y dependiendo del desequilibrio de su paciente ocasional, va tejiendo su tela pegostosa… Y de ello, hay hasta trágicos ejemplos, donde ni la edad, ni la trayectoria académica del psiquiatra, incluso, logran importar para ello.
Ya, en cuanto a las conclusiones de la aguda camarada Mardonia, estaría de acuerdo con ellas: no habría forma más eficiente, de pretender quitarme a alguien incómodo de enfrente, que no sea, por la muy simple, de considerarlo ‘loco’ o terrorista, que es la versión política de la locura.
Pero si la psiquiatría individual o social existiera, en verdad, como ciencia, jamás en la puta vida George W. Bush hubiera podido llegar a la presidencia de Estados Unidos y, mucho menos ser re-electo; Uribe en Colombia, lo propio, y, la inefable ‘piro-piro,’ (¡oye, qué grande es Nolia, vale!) jamás hubiera podido llegar a ser el ídolo increíble de las ‘masas’ oposicionistas, en ‘nuestra querida, contaminada (de tanto muerganaje) y única pequeña nave-terrenal-patria’, que es Venezuela.
Dejemos entonces, camaradas, a los burgueses y lumpen-burqueses que se revuelquen en el fango de su muy dudosa psiquiatría, de la que los pobres, por cierto, no necesitan, porque gozan hoy del cariño, de la comprensión, y, sobre todo de la inclusión, de nuestra Revolución, para que no tengan que llamar la atención, mas nunca desesperados, como lo hicieran con aquel sangriento y endemoniado caracazo.
Sigamos por tanto adelante, y sin voltear, y confiando en nuestra hermosa ‘locura’, y, gritando también: ‘¡qué vivan los locos que inventaron el amor!’
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