Manuela la mujer (VI)

El Libertador se acerca al Palacio Municipal, allí se había levantado una tarima donde se le harían los honores correspondientes. Manuela no alcanzaba a comprender lo que le estaba sucediendo, quienes la acompañaban en el balcón la notaron distraída, distanciada del evento, una explosión inesperada de sus emociones solo la proyectaban para preparar el momento de conocerlo personalmente. Debido a esta situación, ella relativamente no presto atención a las ceremonia triunfal que se le hacia a Bolívar, bellas quiteñas, vestidas de ninfas, le coronaban de laureles y lo invitaban a escuchar los discursos de las autoridades, luego fue llevado a la Catedral donde se ofició una misa especial.


El encuentro tan anhelado por ella, se produce esa misma noche, en el baile ofrecido en honor al Libertador por las autoridades locales. El gran salón de la casa municipal había sido acondicionado para el evento y fue adornado con un precioso dosel de rico tricolor de seda, centenares de luces y engalanado por el brillo de los uniformes de los revolucionarios y las magnificas galas de las damas quiteñas; hacia el fondo del salón se le preparó el sitio de honor al caraqueño, a quien rodeaba su estado mayor y las principales personalidades de la ciudad.


Del brazo de don Juan Larrea, Manuela atraviesa el enorme salón y va al sitio donde está el hombre que ella se ha prometido conocer personalmente, muy cortésmente don Juan se la presenta al Libertador, éste al verla trae a su mente aquellas miradas ardientes que se habían cruzado en el desfile, sus manos se unen y sus almas se estremecen en un trance que los atasca en unos sentimientos encontrados, fue algo muy fuerte en ellos, tanto así, que por instantes olvidaron la importancia de la ceremonia.


Manuela se había preparado para esta ocasión, sabia que no tendría otra, en lo personal puso el mayor cuidado en su maquillaje, en su tocado, nunca había sido tan grande su necesidad de gustar, de ser admirada y deseada como esa noche. Se aseguraba de comenzar a vivir una nueva vida, toda su naturaleza la comprometía solo en el anhelo de introducirse en el alma de Bolívar, quien a pesar de las atenciones que lo rodeaban no podía dejar, mientras bailaba, ver el símbolo de sus sueños, la sentía, admiraba su imponente orgullo, lo embelezaba su picara sonrisa mundana, descubría sus habilidades, era el ingenio personificado en una mujer de extremada belleza.

Por intermedio de algunos de sus oficiales se enteraba que era una mujer de carne y hueso, audaz con la espada, capaz como él, de montar a caballo durante días y versada e intelectual como cualquier oficial superior de su estado mayor. Bolívar no puede quedarse en la paciencia de esa historia, abandona de nuevo su sitio de honor y ante la curiosidad de todos los presentes, que conocían la fama del líder, pues el Libertador tenía ya todo un historial sentimental, como el marinero del poema: “En cada puerto un amor”, e igual a las galanterías y leyendas de la señora Thorne, nuevamente la invita a bailar, todos los ojos se fijan en ellos y a partir de ese momento danzan casi toda la noche, conversaron y se prometieron con animo acometer nuevas y más temerarias empresas.


Manuela no vaciló para decidir su nuevo destino, su corazón no tuvo entonces, ni tendría después otra ambición que la de ganarse por completo el amor de ese hombre, que en forma plena satisfacía sus aspiraciones y sus sentimientos. Coinciden los dos, sin dudas, enrumbarse hacia lo inevitable, ella y él se sintieron dominados por la seguridad de que su amor forjaría esa voluntad de durar y fortalecer sus emociones y sus pasiones. Al despedirse esa noche solo restaba resolver los nuevos pasos de sus vidas y se imaginaron el placer de sentirse amados para siempre.


Para ese momento Manuela tiene veinticuatro años y el Libertador cuarenta. Menos de veinte días duran esas relaciones en secreto, las fiestas se multiplican, las invitaciones se hacen diarias y comienzan las murmuraciones en aquella sociedad, donde ninguno de los dos se da por aludido. Su posición era la entrega total, donde la emoción descubría nuevas felicidades y aunque el Libertador conocía muy bien las costumbres de estos lances y ella se gobernaba por su temperamento voluntarioso, audaz, despreciativo y sensual, sensualismo que busca en el placer la gloria, los dos se han unido, porque en estos temperamentos la lucha es una necesidad y marchar contra la corriente de aquella sociedad una dicha.


Manuela era una mujer hermosa, rica, aristócrata, valiente y decidida para todos los desafíos. ¿Qué podría perder? ¿Su matrimonio con el doctor Thorne?, eso estaba desbaratado hacia mucho tiempo. Ahora si cambiaba su desgracia por la gloria de amar y ser amada por el hombre más grande de América en ese momento. En cuanto a Bolívar se encontraba en plena gloria y cada día adquiría fulguraciones mundiales, se cruza con esta mujer en su camino, en cuya existencia él funde las grandezas de la emancipación de los pueblos, los resentimientos, las caídas y las debilidades del nuevo mundo caótico que estaba adquiriendo conciencia en los combates de la revolución y porque siempre supo que Manuela Sáenz, la mujer, era ante todo una rebelde, una americana, con una conciencia llena de libertades y justicia, pues en su sangre, en su historia y en sus recuerdos, estaba el drama de la esclavitud y en sus potentes conceptos existía la energía del nuevo porvenir, como lo que en esos momentos se vivían y ya se asomaban como un horizonte de este continente.


Por eso Bolívar, en los brazos de Manuela vivía el delirio y la pasión, estaba protegido por su ternura y nunca se sintió lejos de su drama histórico con el cual estaba comprometido. De ahí que estemos obligados a entenderlos, porque si observamos, no fue indudablemente el sentimiento corporal que los juntó, hubo además una potencia espiritual unificada, los mismos anhelos, la misma rebeldía, la misma ambición de libertad y justicia, una misma fe en la causa, un mismo sentido del sacrificio integral, una misma desconfianza de todos a pesar de la necesidad de contar con todos y la misma y triste experiencia sentimental.


Ni María Teresa, su esposa, fallecida; porque mi Dios no le permitió un tiempo como para analizar, ni Fanny de Villars, ni Josefina Machado, la famosa “señorita Pepa”, como le decían los revolucionarios venezolanos, ni Manuelita Madroño, en la sierra peruana, ni Antonia Santos de Colombia y otras, no pudieron nunca conquistar el corazón y el pensamiento y todas las facultades del Libertador. Sólo en su vida hubo una, que por su inteligencia, sus sentimientos, su preparación y por el vigor de su carácter logro penetrar su vida, su alma y su corazón: MANUELA SAENZ, LA MUJER.


(Continuará…)


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Víctor J. Rodríguez Calderón


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