La inflación y la especulación no hacen más que afirmar que la marcha de una sociedad depende, en el capitalismo por ejemplo, de las leyes, reglas o normas del mercado mundial y no de la voluntad de los seres humanos, y que aquel lo dominan los más grandes, poderosos y ricos monopolios de la economía. El capitalismo no puede ni vivir ni subsistir sin la anarquía económica. Es verdad que el monopolismo superó hace décadas a la libre competencia, pero los industriales, los banqueros, los financistas y los comerciantes no se guían siempre por el hilo sanguíneo de la hermandad de clase burguesa ni por los más nobles sentimientos del ser humano; no, terminan siendo desleales entre ellos mismos para que los menos tengan más y los más tengan menos. Esa es la ley de la competencia entre los grandes capitalistas que perdurará mientras haya capitalismo. Nada les resulta más supremo que el principio individualista de la ambición desmedida por la riqueza y el privilegio. Ellos saben pero no lo comparten, que el socialismo es un sistema de la producción planificada, antianárquica, en búsqueda de la mejor forma de satisfacer las necesidades en el sentido general de la sociedad y de cada persona en lo particular.
Mientras exista capitalismo, sea altamente desarrollado o evidentemente subdesarrollado, los pueblos estarán a merced, entre otras cosas negativas e incrementadoras de la pobreza y el sufrimiento humano, de la inflación y de la especulación. Por supuesto que eso no significa que no se tomen medidas para combatirlas y reducirles al máximo su campo de acción, de manera que afecten lo menos posible a las masas trabajadoras, a la población de más escasos recursos. Un Estado o gobierno revolucionario, por ejemplo, se ve en la imperiosa necesidad de ejecutar políticas económicas de subsidios para contrarrestar a las políticas económicas reaccionarias de inflación y especulación. Pero ninguna sociedad se mantiene eternizada con el subsidio, porque éste depende, igualmente, de varios factores económicos tanto de carácter internacional (realidades del mercado mundial, de los precios de las materias primas que se negocian, el poder de decisión y contradicciones de los grandes monopolios de las naciones imperialistas) como de lo interno (recursos naturales o materias primas, elementos energéticos, niveles de producción, estabilidad de la moneda, estatización o privatización de importantes centros de producción, y otros). Sólo un socialismo universal, guiado por la ley del desarrollo combinado y la solidaridad, puede ponerle fin a la inflación y a la especulación, porque estos factores de la economía son productos, en primera instancia, del alto nivel de dominio en el mundo que tiene la propiedad privada sobre los medios de producción y de la concentración de la riqueza social en pocas manos. Mientras aquello no acontezca, mientras no exista socialismo, un Estado o gobierno revolucionario está en la obligación o en el deber de convertirse en un verdadero monopolio económico que ponga garras a valiosos centros industriales, bancarios, financieros, comerciales y le eche el guante a los más importantes servicios públicos. Un Estado o gobierno revolucionario no debe permitir que los comerciantes hagan su agosto con especulaciones en los mercados internos; debe establecer normas –incluso drásticas- contra esos comerciantes inescrupulosos que imponen sus reglas generando crisis –especialmente- alimentaria, lo cual afecta considerablemente las necesidades primarias de la existencia humana. Medidas que no sólo vayan con la expropiación de sus mercados o negocios sino, también, con la expulsión del país si ello fuese necesario, porque la defensa alimentaria, de la educación y de la salud del pueblo está por encima de todas las normas que regulan la vida comercial de una nación.
Desde septiembre del año 2007 hemos venido insistiendo en la carrera galopante de la especulación mientras se conscientizaba al pueblo de las ventajas del bolívar fuerte y de la conveniencia de aprobar una reforma constitucional. Los grandes monopolios, externos e internos, y los grandes comerciantes inescrupulosos, comenzaron a incrementar los precios de todas las mercancías de primera necesidad aprovechando el descuido o la concentración de la atención en explicaciones necesarias de elementos políticos para la profundización del proceso bolivariano. Cuando se produjo la derrota de la propuesta de reforma en diciembre de 2007, ya no había fórmula alguna de detener el avance de la especulación, porque los nuevos precios habían sido aceptados tácitamente por los consumidores sin protestas que alertara a la opinión pública de la usura y obligara a los comerciantes a paralizar la especulación. El espaguetis, por ejemplo, que estaba en 1.700 bolívares de antes pasó a costar 7 bolívares fuertes (7.000 bolívares de antes) en pleno diciembre; el arroz que estaba en 900 bolívares de antes pasó a costar 4, 7 bolívares fuertes (4.700 bolívares de antes); y así sucesivamente. Si no fuera por mercal mucha gente tuviera el estómago pegado al espinazo. Preguntemos: ¿qué es lo que consume el pobre, el de escasos recursos económicos, el de bajo salario?
Frente a ese monstruo (especulación) que se nutre y se desarrolla sobre el hambre y el sufrimiento de un pueblo no hay moneda –por muy fuerte que sea- que la contenga y la someta. Sólo el Estado, con apoyo masivo del pueblo, tomando en sus manos el suficiente poder puede imponer fórmulas de reducción a tan pernicioso mal. Cuando en Venezuela, por ejemplo, funcionen miles de centros de mercal, equipados y manejados rigurosamente con la orientación dictada por el presidente Chávez en nombre del gobierno bolivariano, será entonces el momento en que los comerciantes especuladores entrarán por el tubo de un entendimiento obligado, porque al mirar a sus alrededores y darse cuenta que tienen en los estantes su mercancía intacta, que casi nadie les pisa sus negocios para comprar lo que venden, que nada de dinero les entra a las cajas de pago, entonces pensarán en los precios, en la quiebra, en la posibilidad que le expropien su negocio y, tal vez a regañadientes, decidan competir con los precios de mercal para evitar su estrepitosa caída comercial. Y eso pasa, necesariamente, porque el Estado se convierta en el primer monopolista-comprador de mercancías a los productores para ser, igualmente, el primer monopolista-distribuidor de mercancías en los mercales. Aun cuando un pueblo sea rigurosamente respetuoso de viejas tradiciones que lo esclavizan al capital, la mayoría (al tener acceso a los mercados y que su dinero tenga poder real de adquisición de mercancías), se va acostumbrando a defender lo que le abarata el costo de la vida, lo que le mejora sus condiciones de vida, al gobierno que le brinda mayores oportunidades de satisfacer sus necesidades. Esa es, desde el poder, la primera condición para ganarse a un pueblo hacia una causa social que se propone redimirlo de toda expresión de esclavitud social, porque eso vale muchísimo más que todas las explicaciones teóricas posibles o imaginadas por el ser humano.
En definitiva, la inflación viene siendo como decirle a un padre de familia: aun cuando te hemos desvalorizado tu salario eres el culpable que tus hijos no se hagan higiene personal; mientras que la especulación viene siendo como decirle a un padre de familia: aun cuando hemos elevado como nos viene en gana los precios de las mercancías de primera necesidad, te prohíbo que le digas a tus hijos que no hay jabón en el mercado, lo que sucede es que no quieres comprarlo. La inflación viene siendo la espada con que le abren la herida al trabajador y la especulación el talón de Aquiles que lo hace cojear cuando va al mercado de compras. Que muera gangrenado, eso no le importa al capitalista, pero a una revolución sí.