Revuelto el mercado libre de los ricos, entre una oferta y demanda vapuleada por la falsa billetera de Washington. La gran farsa de una ideología impuesta a base de portaaviones (bucaneros) que van por los mares pidiendo la bolsa o la vida. Llevando a cada nación los dioses del mercado: ¡que viva la bisutería! Dioses que hoy nos vemos obligados a acatar y a alabar cada segundo. Como el dios cristiano aquel que nos trajo Colón y que sigue estando en todas partes. Con aquellos dioses nos trajeron el sistema del “endeudamiento”.
De allí nació todo.
Un día nos dijeron a los pobres: “tenéis un siglo que no pagáis lo que debes”, y no sabíamos a quien ni cuánto debíamos. Nos acojonamos terriblemente. Preguntamos cuánto debíamos y no se nos supo decir, pero la carga era inmensa y vislumbramos lo horrible de nuestra condición humana. Un esclavo es sencillamente un ser humano que tiene una gran deuda que nunca podrá pagar. Nunca realmente la adquirió sino que se la inventaron, pero desgraciadamente tampoco podrá demostrar jamás, ante ningún tribunal, que no es suya. La Gran Colombia, después de la Independencia, quedó con una deuda espantosa que a principios del siglo XX se había multiplicado por cien. Por culpa de ella a principios del siglo XX en Venezuela amanecimos con barcos de guerra asediando nuestras costas, bombardeando nuestros puertos. Nadie entendía en el país la dimensión de aquella pavorosa deuda, pero se le expresaba al pueblo venezolano: “el tiempo se les ha expirado, o pagan o entregan todos los recursos que tengan”. Así fue el principio de todo en América Latina, y Colón también les dijo a nuestros indios, apenas pisó tierra, que todo se lo debían a unos seres ultra desconocidos llamados los reyes católicos. Aquellos pobres indios no sabían por qué debían, a quién habían ofendido, por qué tenían que nacer endeudados. Fue entonces cuando se les leyó la cartilla: “Tenéis cero desarrollo, cero crecimiento, cero poder adquisitivo, cero progreso... Requerís de ayuda monetaria, de inversionistas, de negocios de gran envergadura, y esta es la única manera para salir de abajo: pídenos más dinero prestado…”
Existe una historia que deseo que todos los venezolanos la conozcan, que todos los economistas la lean, que el mundo se empape de ella. Es algo verídico y está perdida entre miles de obras publicadas sobre el tema del dinero y el trabajo. Yo la ha leído mil veces, es del genial León Tolstoi y que refiere la historia del pobre pueblo de los fidjienses, y que es lo que nos ha pasado a todos los pueblos de América Latina, África y Asia. Hela aquí: “El pequeño pueblo de los fidjienses se halla en un grupito de islas pertenecientes a la Polinesia, situado en el Océano Pacífico del Sur. El conjunto de este grupo de islas mide, según el profesor Yanjul, cuarenta mil metros ingleses cuadrados. Apenas están habitadas la mitad de dichas islas, y el número de sus habitantes llega a lo sumo a ciento cincuenta mil indígenas y mil quinientos blancos. Los indígenas hace ya mucho tiempo que dejaron de vivir en estado salvaje; superan por su inteligencia y sus aptitudes a todos los demás polinesios, y, en general, forman una población laboriosa y con condiciones para progresar. Han dado pruebas evidentes de ello haciéndose en poco tiempo hábiles agricultores y ganaderos. Los fidjienses vivían tranquilos y felices, cuando en 1859 su nuevo rey Kakabo se encontró en una situación desesperada: tuvo necesidad de dinero para pagar una contribución o indemnización exigida por los Estados Unidos de América, a título de daños y perjuicios resultantes de cierta injusticia de que se hicieron culpables los indígenas para con algún ciudadano de la República norteamericana. Para percibir esa contribución, los americanos enviaron una encuadra, la cual ocupó bruscamente algunas de las mejores islas, e incluso llegó a amenazar con bombardear y destruir los poblados si no se entregaba en un plazo fijo el importe de la contribución al representante de los Estados Unidos. Los primeros colonos que, en unión de los misioneros, pusieron el pie en el suelo de las islas Fidji, habían sido americanos. Después de apoderarse con uno u otro pretexto de las mejores tierras de las islas, y de haber hecho plantíos de algodón y de café, tomaron a su servicio tribus enteras de indígenas, las cuales se encontraron ligadas con ellos por contratos embrollados, incomprensibles para salvajes, amañados por tratantes de carne humana. Eran inevitables los razonamientos entre los plantadores y los indígenas, y esos rozamientos dieron lugar, indudablemente, a la demanda de indemnización de los americanos. A pesar del rápido desarrollo que habían adquirido las islas, el método llamado de explotación rural natural, practicado entre nosotros, en toda Europa, durante la Edad Media, se había mantenido en ellas hasta entonces: no circulaba el dinero entre los indígenas, y todo el comercio consistía en cambios de mercaderías por mercaderías. Los pequeños impuestos municipales también se pagaban en especie. ¿Qué podían hacer, pues, los fidjienses y su rey Kakabo ante la categórica petición de cuarenta y cinco mil dólares hecha por los americanos, y ante las desastrosísimas consecuencias de que se veían amenazados en caso de falta de pago? La propia cifra de que se trataba era incomprensible para los indígenas, sin hablar del numerario, que jamás habían visto en tal cantidad. Kakabo celebró consejo con los demás jefes y quedó resuelto dirigirse a la reina de Inglaterra para pedirle que tomase las islas Fidji bajo su protectorado, protectorado que después se cambiaría en una dominación inmediata. Los ingleses acogieron la proposición de una manera muy circunspecta, y no se apresuraron a sacar de apuros al monarca semisalvaje. En lugar de darle una respuesta directa, organizaron en 1860 una expedición especial, con el fin de explorar las islas y darse cuenta de si el archipiélago valía la pena de incorporarlo a las posesiones británicas y gastar el dinero que era necesario para satisfacer a los acreedores americanos. Durante todas estas dilaciones, el Gobierno americano no cesó de insistir de una manera apremiante para que se le pagase la contribución, y ocupó en prenda algunos de los mejores puntos de las islas. Habiendo visto en seguida el próspero estado del reino insular, elevó a noventa mil dólares la cifra de la contribución antes fijada en cuarenta y cinco mil, y amenazó con elevar aún más la cifra si Kakabo no se apresuraba a pagar. El pobre Kakabo, apremiado por todas partes y sin la menor idea de las operaciones de crédito tal como se llevan a cabo en Europa, trató, por consejo de los colonos blancos, de proporcionarse el dinero a toda costa y con cualquier condición, aun cediendo su trono a simples particulares, por medio de los negociantes de Melbourne. Se constituyó pues, en Melbourne, gracias a los pasos dados por el propio Kakabo, una sociedad comercial. Esta sociedad, sociedad por acciones, que tomó el nombre de “Compañía de la Polinesia”, firmó con los jefes de las islas Fidji un tratado ventajosísimo para ella. Se encargaba de pagar la indemnización reclamada por el Gobierno americano, y recibía en cambio, según los términos de la primera cláusula del tratado, cien mil acres de los mejores terrenos – doscientos mil en realidad-, que podía elegir a su albedrío; obtenía exención de todos los impuestos y tributos, a perpetuidad, para sus factorías, para sus operaciones y para sus colonias; y, por último, el derecho exclusivo, durante muchos años, de establecer Bancos en las islas, con privilegio para emitir billetes por una cifra ilimitada. Desde que se firmó este tratado, que se ratificó definitivamente en 1868, las islas Fidji tenían, además de su Gobierno autóctono, con Kakabo a la cabeza, un segundo Gobierno constituido por la poderosa sociedad comercial “Compañía de la Polinesia”, la cual poseía grandes propiedades en todas las islas y ejercía una influencia decisiva en casi todas las cuestiones políticas. Para proveer a sus gastos, el Gobierno de Kakabo se había contentado hasta entonces con ciertos tributos en especie y ciertos ínfimos derechos de aduanas sobre las mercancías importadas. Desde que se firmó el tratado de que venimos hablando y se fundó la poderosa “Compañía de la Polinesia” cambió radicalmente la situación económica de las islas. Habiendo pasado a poder de la Compañía una parte considerable de las mejores tierras, se produjo un déficit cuantioso en el Tesoro. Por otra parte, habiéndose asegurado la Compañía la entrada y la salida de las mercancías de todas clases, libres de derechos, como sabemos, hubo de resultar, naturalmente, que disminuyeron otro tanto los ingresos por los derechos de aduanas. Los indígenas, que constituían el noventa y nueve por ciento de la población, nada suponían en lo referente a los derechos de aduanas, puesto que no usaban ninguna de las mercaderías europeas importadas, excepto acaso algunos tejidos y ciertos objetos de metal. Una vez que la Compañía hubo adquirido la franquicia aduanera para todas sus importaciones, y expulsado del mercado, por consiguiente, a los importadores que pagaban derechos, se evaporaron en absoluto las rentas del rey Kakabo, y fue preciso pensar en hacerse con nuevos recursos. Kakabo consultó, pues, para saber de qué modo podría salir de apuros, a sus amigos los blancos, los cuales le aconsejaron la introducción en el país de un primer impuesto directo, pagadero en metálico, con el fin de evitar la recaudación en detalle de los impuestos en especie. Se decretó el impuesto bajo la forma de impuesto personal, señalando, en todo el archipiélago, una libra esterlina por cada hombre, y cuatro chelines por cada mujer. Pero, como ya hicimos notar, la explotación rural y el comercio de los cambios mutuos existían aún en las islas Fidji. Pocos indígenas poseían dinero; en cuanto a los demás, su riqueza consistía exclusivamente en diversos productos brutos y en ganado. El nuevo impuesto pues, les obligaba a proporcionarse en ciertas épocas y a toda costa una suma en metálico, suma relativamente crecida para una familia de Fidji. Hasta entonces, los indígenas no habían tenido que soportar casi ninguna carga para atender a las necesidades del Gobierno, excepción hecha de algunas prestaciones personales sin importancia que, en realidad, no podían considerase como una carga. Los nuevos impuestos debían pagarse por el municipio en la capital de que dependiese, donde se centralizaba el cobro de aquellos. Así, pues, no quedaba más que un medio de salir de apuros: buscar dinero entre los colonos blancos, es decir, entre los traficantes y los propietarios de plantíos. El indígena tuvo que malvender sus productos a los colonos, puesto que el recaudador exigía en el plazo señalado el importe del impuesto vencido; en muchos casos le fue preciso pedir dinero prestado pignorando sus frutos venideros. Naturalmente, el traficante no se olvidó de su propio interés y prestó con unos réditos de los más usurarios. En otros casos el indígena tuvo que dirigirse al plantador y venderle su trabajo, es decir, convertirse en un simple jornalero. Ahora bien; habiendo bajado extraordinariamente los salarios en las islas Fidji, sin duda alguna por la exagerada oferta de la mano de obra, el jornalero adulto sólo llegó a ganar, según datos oficiales, un chelín por semana, o sea dos libras esterlinas y doce chelines al año; de manera que los fidjienses, para poder pagar el impuesto personal de una libra esterlina, se vieron obligados a abandonar su casa, la aldea en que vivían, su propio campo y su explotación rural, y dirigirse a otra isla, a veces lejana, para trabajar allí como criados de sus acreedores. Además, les fue preciso recurrir a otros medios con el fin de proporcionarse el importe del impuesto debido por sus familiares. No pueden sorprender los resultados de semejante orden de cosas. Kakabo no pudo arrancar a sus ciento cincuenta mil súbditos nada más que seis mil libras esterlinas; se comenzó pues, a hacer pagar el impuesto por medio violentos. Al efecto se inauguró una serie de medidas coercitivas desconocidas en absoluto hasta entonces por los indígenas. Las autoridades locales, que antes jamás habían caído en la corrupción, no tardaron en ponerse de acuerdo con los colonos blancos, de modo que éstos se encontraron dueños por completo del reino. Los jueces castigaban, si no se pagaba, y los pobres fidjienses eran severamente condenados a prisión de seis meses por lo menos. Además, tenían que pagar considerables costas judiciales. Estas condenas solían conmutarse por trabajos forzados, trabajos que los indígenas debían ejecutar en beneficio del primer blanco que les pagase el importe del impuesto debido y los gastos de la justicia. Por consiguiente, los propietarios de plantíos tuvieron, casi por nada, más jornaleros de los que deseaban. La duración de este trabajo forzado, en sus comienzos, estaba limitada a seis meses; pero los jueces prevaricadores hallaban fácilmente el medio de extender la pena hasta dieciocho meses, y entonces ya no había ningún obstáculo para una nueva condena.
En pocos años se encontró por completo cambiado el conjunto de la situación económica de las islas Fidji. Distritos muy florecientes y muy poblados se vieron empobrecidos y privados de la mitad de sus habitantes. Toda la población masculina en masa, excepto los viejos e inútiles, trabajaba lejos de sus aldeas, en las propiedades de los plantadores blancos, con el fin de ganar el dinero para pagar los impuestos o las costas judiciales. Como la mujeres fidjienses no podían emplearse en las labores del campo, permanecían solas en sus hogares, pero dejándolo todo en el mayor abandono. En pocos años, la mitad de los indígenas se habían convertido en siervos de los colonos blancos.
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