El costo de una crisis largamente anunciada

Para algunos analistas, septiembre de 2008 ha marcado un antes y un después para el establishment de las grandes finanzas a nivel global. Incluso afirman que desde entonces, otro tanto le está ocurriendo al capitalismo. Es que hace poco más de un año se declaraba en banca rota Lheman Brothers y se “descubría” que otras grandes instituciones bancarias multinacionales atravesaban los mismos problemas, encontrándose también al borde del colapso. Estos hechos definitivamente disparaban la crisis de los mercados financieros globales. Y con ello se daba el inicio a una crisis económica sólo comparable (si en esencia no es peor) a la gran depresión de 1929.

Ahora bien, en realidad, a un año de aquellos sucesos, ¿cuánto ha afectado a la primera potencia el derrumbe de su sistema financiero? ¿Ha cambiado en algo el mundo globalizado de las finanzas, se ha marcado ese antes y después de que tanto se habla? ¿Ha nacido un nuevo capitalismo que ha comenzado a dejar de ser salvaje y depredador para convertirse en el sistema socio político que va a salvar y asegurar una vida digna a la Humanidad toda como no ha ocurrido hasta el presente?  

En esta ocasión trataremos de responder a la primera de esas interrogantes. Sobre las restantes preguntas nos expresaremos en  próximos artículos.

 

El costo de una crisis largamente anunciada.

A pesar de que muchos expertos, aseguradoras de riesgo, y hasta organismos internacionales no se cansaban de anunciar hasta el último momento que vivíamos en el mejor de los mundos, no podemos dejar de destacar que esta ha sido una crisis largamente anunciada. No la ha visto venir sólo quien no quería hacerlo. Baste recordar el prolongado proceso de la “burbuja inmobiliaria” en Estados Unidos y todos sus bemoles: los impagos de las hipotecas de alto riesgo, el estancamiento en el boom de la construcción, las reiteradas intervenciones, ya desde finales de 2006, de la Reserva Federal bajando la tasa de interés e inyectando liquidez al sistema bancario, pasando por el recordado paquete fiscal de devolución de impuestos que Bush impulsó para frenar la recesión, hasta las históricas “nacionalizaciones” de los gigantes hipotecarios norteamericanos Fannie Mae y Freddie Mac, a principio de septiembre de 2008.

Pero nada de esto sirvió para frenar la crisis. A pesar de los “gurúes” de Wall Street, de la Reserva Federal y del propio Bush, ésta igualmente estalló en el corazón del sistema dejando bien al desnudo la esencia del mismo: cada dólar de los 11,6 billones que  ha costado hasta el presente a Estados Unidos la debacle financiera, no representa ni una sola gota de sudor, ni una sola pizca de trabajo digno, son el fruto de la especulación más descarnada tras un afán de lucro sin límites ni controles de ningún tipo, como ha quedado hasta el hartazgo demostrado.

Porque, aunque de esto se hable poco, estos zares de las finanzas globales --quién podría dudarlo--, habrían “ganado honestamente” en los últimos tiempos previos al crack, mucho más de los 11,6 billones de dólares que ha costado este rescate financiero, claro está, con destino a sus peculios personales. Banqueros inmorales que a pesar de la bancarrota, no han dejado de cobrar durante este último año ni uno solo de los bonos multimillonarios a los que se han hecho acreedores gracias a sus reconocidas dotes de especuladores a nivel mundial. Eso sí, como ya habían vaciado las cajas de sus multinacionales financieras, lo debieron hacer con los generosos dineros públicos que el Estado norteamericano puso a su disposición para salvar al sistema financiero.

Estos hechos (y otros más por el estilo que más adelante reseñaremos) han profundizado la convicción generalizada dentro de la opinión pública norteamericana de que este salvataje ha sido hecho casi exclusivamente a la medida de algunas de las principales corporaciones financieras estadounidenses. Opinión pública norteamericana que además, considera que le están haciendo pagar un costo muy oneroso por una recuperación que tarda tanto en llegar. Seguramente mucho más oneroso aún de lo que los apabullantes números parecen mostrar.

Las estimaciones sitúan al déficit fiscal para 2009 en un 13 % del PBI y en una cifra de 1,6 billones de dólares, monto que cuadriplica al del año anterior, que por su parte había sido el mayor déficit de toda la historia de Estados Unidos. Pero las cosas no son mucho mejores en el largo plazo: para la próxima década (2010 – 2019) se proyecta un déficit de U$S 9 billones. Mucho más de lo cualquiera podría esperar.

Y si nos atenemos a los indicadores principales de actividad, las cosas no andan mucho mejor: ya van para casi dos años de caída en picada de la economía real norteamericana sin que ésta todavía muestre signos contundentes de recuperación. Recientemente se ha dado a conocer la cifra del desempleo a septiembre de 2009 que trepó al máximo histórico de los últimos 26 años llegando al 9,8%, casi arañando el temido 10% al que la mayoría de los analistas auguraban que no se habría de llegar en el peor de los casos. De hecho, el número de desempleados se ha más que duplicado desde que comenzó la recesión en diciembre de 2007: pasó de 7,6 millones a 15,1 millones de personas sin trabajo en el gran país del norte. El crédito sigue estancado, el consumo no crece salvo en algún sector muy específico y en forma intermitente, y la visión de la mayoría de los norteamericanos es muy pesimista y sigue sin creer que se está saliendo de la crisis.

Es que la terca realidad se impone a las visiones edulcoradas de algunos: el precio de las viviendas ha caído en promedio más de un 15% pero para el caso de las afectadas por las hipotecas subprime mucho más, lo que lleva a que millones de hogares enfrentan el pago de deudas hipotecarias que superan ampliamente el valor de cotización de mercado de los inmuebles que habitan. Como vimos, el paro sigue creciendo y el plazo de los seguros de desempleo se ha agotado para la mayoría de los afectados. Por su parte, las posibilidades de crédito a los consumidores está muy restringido por la propia crisis, y por el brutal sobregiro que las tarjetas de crédito de los estadounidenses ya acumulaban antes del crack, que superaba el billón de dólares en rojo para aquel momento. 

Y todo esto es mucho más que fríos números: son hechos concretos que han afectado a la vida cotidiana de muchos norteamericanos en el último año, son algunas de las consecuencias que han debido padecer en carne propia gracias a una crisis que, para la inmensa mayoría, está muy lejos de haber llegado a su fin.

 

¿La caída del imperio americano?

 Pero algunos pensamos que lo peor está aún por venir, y no por que sigan dadas las condiciones para que una segunda crisis explote nuevamente en un futuro muy cercano, ni por el enorme costo en sí mismo de este salvataje que obviamente empeoran y mucho la situación, sino por causas que ya a esta altura bien podrían definirse como estructurales, que se han vuelto norma en el accionar de la primera potencia del mundo desde hace mucho tiempo.

Es que al enorme déficit fiscal que ha generado el rescate del sistema financiero norteamericano, le debemos sumar los casi veinte años de déficit comercial acumulados, los multimillonarios costos de las guerras de Irak y Afganistán y que invariablemente, año a año, el 20% del PBI de Estados Unidos se destina al presupuesto de defensa y con proyecciones a seguir creciendo. Pero tampoco podemos olvidar el incesante incremento del endeudamiento público del Tesoro norteamericano de los últimos años que a fines de 2008 llegó a 3,1 billones de dólares, ni tampoco  la incontrolable emisión de dólares para ir tapando alguno de estos agujeros. En definitiva, es en el cúmulo de todas estas prácticas donde residen los motivos fundados que han generado la desconfianza que la divisa norteamericana viene padeciendo a nivel global.

Tanto es así que China ya ha planteado en marzo último (posiblemente como un modo de advertencia), sustituir al dólar por los DEG (Derechos Especiales de Giro) para todo tipo de transacciones de comercio exterior, y en los nuevos tratados comerciales del Gigante Asiático con terceros países, ya se ha fijado al yuan como moneda de intercambio. Incluso, el Banco Central de China ha tomado la decisión de ir sustituyendo sus cuantiosas reservas en dólares y en títulos de deuda pública norteamericana por otras monedas más fuertes y otros valores que sean más confiables en el largo plazo. Por otro lado, se acaba de publicar que los grandes países productores de petróleo estarían en tratativas para que sus ventas de crudo sean fijadas en otras monedas.

Estos dos hechos, por sí solos, bastarían para hundir definitivamente al dólar, pero bien sabemos que si esto ocurriera en forma intempestiva, el principal perjudicado, mas allá de los obvios daños que sufriría la primera potencia del Mundo, sería la propia China que al presente mantiene 800 billones de dólares en reservas que de un momento para otro carecerían de valor. Pero más importante que esto, si el dólar se desplomara en forma vertiginosa, China perdería a su principal comprador y socio comercial.

Por todo esto, debemos pensar que este será un proceso paulatino, de pujas graduales entre estos dos gigantes cuyo resultado, a nuestro modesto modo de ver, resulta inexorable. La única incógnita por develar será determinar cuánto tiempo insumirá este proceso, aunque todo hace pensar que seguramente sea en el largo plazo.  

Y para reafirmar nuestra convicción al respecto, siempre es muy útil refrescar la memoria: el gran déficit que Estados Unidos acumuló debido a la guerra de Vietnam sumado a los primeros años de balanza comercial negativa de su historia, obligó a la Reserva Federal en 1972 a abandonar la convertibilidad del dólar al patrón oro. Es que ya no alcanzaban los lingotes del preciado metal que existían en las bóvedas de Fort Knox para respaldar a todos los billetes en circulación que una desbordada emisión había creado por aquellos días, dejando en evidencia un primer incidente de debilidad de la moneda “más fuerte del mundo”.

Hoy, por todo lo señalado, el panorama es mucho más sombrío.

El dólar, símbolo todopoderoso de la riqueza y del poder de Norteamérica, que presidía omnipotente todos los altares del capitalismo, ha pasado a hacer de monaguillo. La manifiesta debilidad actual del “billete verde”, marca el inicio de un camino que ya no tiene retorno.

La decadencia y la guerra. 

Ahora, no podemos ser ingenuos. Este anunciado declive de Estados Unidos, que inevitablemente lo llevará a dejar de ser la primera potencia económica del planeta, no significa, necesariamente, que lo mismo le vaya a ocurrir en el plano militar. Es más, nos atrevemos a afirmar que seguramente le suceda justamente lo opuesto. Mal que nos pese, en los años por venir seguramente veamos nuevas “guerras de Irak” en otros lugares, por petróleo o por cualquier otro recurso natural vital a los intereses norteamericanos, o simplemente por recuperar la supremacía perdida. No olvidemos que Norteamérica posee un arsenal atómico capaz por sí sólo de destruir varias veces a todo el Globo. Ni siquiera pensemos lo que ocurriría si otra potencia nuclear le hiciera frente.  Ojalá que nos equivoquemos. Es nuestro mayor deseo.

Pero la sed de guerra, de invasiones y de dominación que ha caracterizado a la historia de la primera potencia militar del planeta, nos lleva a pensar que va a ser así. Y lamentablemente esto tampoco cambia porque un presidente de Estados Unidos reciba el Premio Nóbel de la Paz. Todo lo contrario, Obama festeja este inconcebible galardón sacado de la galera entre gallos y media noche, enviando 40.000 soldados más a Afganistán. Vaya ejemplo de edificar la Paz en el Mundo con este nunca acabado belicismo. Belicismo que, además,  hace tiempo que viene madurando nuevos focos de tensión para futuras intervenciones. Pensemos tan sólo en los reiterados reclamos yankis de los últimos tiempos en contra de Irán o de Corea del Norte, que en mucho se parecen a todo lo ocurrido con anterioridad a la invasión de Irak.                                             

Esperemos, entonces, por el futuro de nuestros hijos y nietos, que la vocación a la guerra  permanente que ha caracterizado a este moderno Imperio de Occidente, gran gendarme que no sabe de límites y que está dispuesto a todo por no perder su predominio,  --lo que también en este sentido lo hace parecerse tanto a la Roma decadente que presagió el fin--, en algún momento deberá ser puesto en su lugar por el resto del mundo, o, lamentablemente, el Mundo todo dejará de ser tal, por lo menos, para la vida humana.

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José Miguel García González

Abogado, Magíster Scientiarum en Derecho Procesal Civil, Cristiano, Bilingüe, con baja tolerancia a la estupidez. Entrenador personal.

 miguelvillalobos9@hotmail.com      @jomigovi

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