La semana pasada, luego de varios años sin entrenar, decidí inscribirme de nuevo en un gimnasio. Mi salud lo requería, así que lo hice. El día en el que me inscribí, me recibió una empleada que hace las veces de recepcionista, a la vez que informa de los planes que se ofrecen en ese gimnasio y, por supuesto, de cobradora de inscripciones y mensualidades (aunque, a decir verdad, en ese gimnasio no se paga inscripción). La señorita, como dije, me recibió, y lo hizo con una amplia sonrisa y con mucha amabilidad. Hasta aquí parecería que todo está bien, pero ese aparente suceso sin relevancia alguna me hizo reflexionar en torno a lo que pudiéramos llamar "Las falsas sonrisas, amabilidades y amores del capitalismo". Todos los negocios instruyen a sus empleados a mostrarse lo más amables y sonrientes posibles con los clientes, ya que esa es una manera de captarlos o mantenerlos. No estoy diciendo aquí, en ningún caso, que los clientes, o consumidores de bienes o servicios deberíamos ser maltratados por el citado personal, no, no es a eso a lo que me refiero.
Hemos normalizado la falsedad a todo nivel, la aceptamos y, qué duda cabe, nos vemos obligados a vivir con ella a diario. Realmente, la sonrisa que me brindó la empleada del gimnasio es interesada y su amabilidad impuesta (por ende falsa). Sé que muchos insistirán, al leer esta nota, que eso es lo normal, y sí, en este sistema es lo normal. Pero que algo sea normal no quiere decir que sea bueno o conveniente. El comercio, base del capitalismo, ha quebrado por completo las reales muestras de afecto entre seres humanos, falsificando incluso caricias y mostrando falsos cumplidos (recordar el tradicional caso en el cual una compradora es persuadida por el vendedor o vendedora de que un vestido le queda muy bien y que se ve excelente, cuando en verdad quien se lo está probando ni siquiera cabe en él).
Algo tan sencillo y de tan obvia relevancia para el genuino interés entre los seres humanos como el preguntarse cómo están, también ha pasado a no ser más que una fórmula repetitiva sin contenido alguno. No hay afecto, no hay interés.
Será difícil o, tal vez, imposible salir de esta dinámica mientras reine el capitalismo y todo sea dinero, dinero y más dinero. ¿No se da cuenta, apreciado lector, de que usted es bien tratado en cualquier comercio simple y llanamente porque el dueño o el empleado de turno están viendo cómo hacen para sacarle su dinero así sea en cosas que no necesita ni quiere? Por eso, no tener bienes de fortuna es mejor en cuanto a la sinceridad de los aprecios al menos, que vivir en abundancia y recibir lisonjas por interés. Tenemos que recuperar el valor del contacto humano, de la amistad genuina, de la empatía.
Vivimos en un mundo en el que casi todo es falso: el éxito (que lo impone la sociedad consumista y burguesa según su criterio); el estatus (otra cosa más sin importancia para aquellos de nosotros que tenemos valores); la fama (no tiene, en verdad ni la más mínima importancia a menos que sea para engordar un ego enfermo); los amores (cada vez más basados en encontrar hombres o mujeres de "valor", es decir, con dinero, con la capacidad de proveer de lujos a sus consortes); y, por supuesto, los afectos y sentimientos.
¿Qué hacer? Hay un enorme potencial para el bien en casi cada ser humano, pero, al entrar desde el nacimiento en este tipo de sociedad que nos rodea, tal capacidad queda opacada y, a veces, la persona se vuelca hacia lo malo (dijo Rousseau que el hombre nace bueno y es la sociedad la que lo vuelve malo). Ante esto, hay que hacer énfasis en formar un jardín de valores en cada corazón humano, de moral, de empatía. Tal tarea puede llevarse a cabo a través de una buena educación, del fomento del pensamiento crítico, del estudio y de la espiritualidad (no hablo aquí de religión). Al elevar su espíritu el hombre, las lacras quedan atrás cada vez más. El Estado, por su parte, debe brindar acceso gratuito a una educación integral, completa y de calidad a todos sus niveles, así como proveer de una economía sana en la que todos podamos cubrir nuestras necesidades para así llevar una vida digna tanto en lo económico como en lo emocional y espiritual.