La inseguridad

Es de mañana, temprano, demasiado temprano. Suena el despertador como todos los días.

Qué extraño, no lo escucha. Duerme como un muerto. De hecho, sueña como un muerto. Está en su urna y percibe tantas cosas que pasan por entre sus ojos cocidos de muerto. Ve manchas que pasan y no tocan su faz todavía fresca, gente que se le acerca como para mirarlo, como para saber si está muerto de verdad. Siente que su lugar de descanso, su urna, casi está por caerse y se da cuenta que es sólo uno de sus primitos, que obsesionado por ver a su primer muerto, trata por todos los modos de asomarse y convertirse en una sombra más. Afortunadamente su intención fue detenida por su madre quien lo toma, le da una nalgada de mentira y aprovecha para verlo, a él, al muerto. Era un funeral muy desordenado, entre tantas sombras que pasan por su cara, tantos cafés fríos y llantos perdidos que se confunden con sudores. La única cosa que parecía verdaderamente existir ahí era el muerto y su impotente intención de abrir los ojos.

Suena todavía más fuerte el despertador y por fin cumple su cometido. Entre el calor asfixiante de pleno verano, el sonido incesante de automóviles que van al trabajo con personas esquizofrénicas adentro y el opaco semblante de aquella ciudad que una vez fue tan bella, se descubre despierto en la cama Agustín Pereira. Mira el techo y una sensación de no se sabe qué se le revuelca encima. Sintió que se tenía que levantar, vestirse y salir, así, un poco desordenado pero elegante como lo hacía siempre. Sintió también que tenía que tomar un bus, hacer treinta y tres minutos de tráfico y llegar hasta uno de los tantos edificios del centro con aspecto de los años sesenta. Sintió tantas cosas de ésas que hieden a responsabilidad que, al final, en el hastío de tantos días iguales y el momentáneo rechazo cósmico por todo eso, decidió hacerlo, una vez más, prometiéndose que dentro de poco todo cambiaría. Y así fue.

Apenas salió, algo lo estaba esperando, justo en las escaleras de la entrada de su casa alquilada desde hacía más de trece años. Salió y así, simplemente, como si nada fuera, encontró ahí un objeto extraño. Como era su costumbre y la costumbre de todos los no creyentes, no sólo en dios sino en cualquier cosa, hizo como si eso que estaba viendo en realidad no existiera. Siguió caminando con un poco más de pensamientos en la cabeza, pero caminando al fin. Fue hasta la parada del bus y esperó unos quince minutos entre las miradas de una mujer embarazada y un joven con sus mismas características sociales: un poco moreno, visto el sol inclemente de esa ciudad; un pantalón negro con aires de seriedad oficinista; una camisa manga larga, cansada de ser lavada, y una corbata no muy ancha de esas que se usaban exactamente diez años antes. Todo eso con un poco de sudor del día anterior y unas cuantas gotas un poco ácidas que comenzaban a brotar en formas de pequeñas burbujas en su espalda y en la parte inferior de su frente.

Llega el bus con su cansancio de siempre y lleno de tantas personas, animales y objetos contundentes. El medio de transporte es de muchos colores, tal vez de todos los colores del mundo, divididos entre líneas rectas, mensajes de nacionalismo y máximas populares. Dentro de éste la diversidad de objetos haría pensar a cualquier fondo de cualquier mar del mundo: cucharas, espejos, gallinas, celulares, medallitas de la virgen del “Perpetuo Socorro”, discos de vinil, cédulas de identidad perdidas pegadas en los espejos esperando por sus dueños, cajas de mudanzas, colchones doblados por la mitad y más o menos ochenta personas, entre las que estaban adentro y afuera, colgando de las ventanas y de la única puerta de acceso que funcionaba.
En ese ejemplo de tolerancia e improvisación caribeña estaba él, subido, sudado, tocado, pateado, pisado, ya cansado, pero sobre todo normal, él con su normalidad a cuestas.

Bajó del autobús y estaba más o menos en horario: cuarenta y cinco minutos de retraso. Ya seguramente había perdido el primer café de la oficina y las críticas machistas de las secretarias viejas contra las minifaldas de la señora Sulbarán. Apenas tomó la primera de las anchas calles del centro, se dio vuelta, así de pronto, y otra vez vio a esa cosa extraña. Ya sin más paciencia y con un poco de improvisación, se detuvo de pronto y volteó de nuevo su vista. Esa cosa extraña también se detuvo y lo miró fijamente. Continuó a caminar y después de poco a correr con su corbata que se movía de una lado al otro, saltando al ritmo de los huecos de la carretera que él esquivaba de forma olímpica. Se detuvo de nuevo y ahí estaba esa cosa. Entonces, ya cansado, entró en el primer café que encontró y se sentó, consciente de que su retraso esta vez sería de los mejores de su oficina. Se dijo que ya de frente a un café y un emparedado pensaría un poco más sobre esa cosa extraña. “Quizás es el hambre, algunas veces te jode”, pensó. De todas maneras si era eso, ya estaba más que acostumbrado, visto sus orígenes sociales y visto muchos de los días de su vida actual. No había bebido, desde hacía tiempo no fumaba y… “es extraño, a qué se deben estas alucinaciones”, se escuchó decir. Se frotó un poco sus ojos con los puños cerrados, los abrió y trató de individuar algo, pero sólo vio manchas fluorescentes y después, al poco tiempo, a esa cosa extraña otra vez detrás de él, sentada en las últimas sillas del café. Entonces, ya sin paciencia, visto que cada vez que él se volteaba esa cosa también se volteaba, colocándose siempre justo detrás de él, decidió retroceder lentamente mientras se mantenía sentado en la silla. Ésta, arrastrada por el piso de mosaico viejo, creó un ruido de esos que dan dentera, pero nadie pareció darle importancia. En la mente de todos esos amanecidos del centro de la ciudad cualquier acción está, ya desde el principio, justificada por el cada día imposible de ese país.

Cuando ya estuvo cerca de esa cosa extraña por fin la pudo individuar en toda su majestad y en sus rasgos sutiles y brillantes. Era perfecta, equilibrada, rápida. Tenía el aspecto de algo eficaz, definitivo, conclusivo. Parecía un objeto divino, eterno, algo especial. Con ese aspecto delgado y ese peso y sus metales mezclados armónicamente y, sobre todo, esa pequeñez que inspiraba respeto, con el olor a vida y muerte que poseía, con las facciones de desesperación y supervivencia. Era en realidad un objeto extraño.

Trató de hablarle, pero ese objeto extraño no le respondió y francamente era mejor así. La respuesta de esa cosa tal vez hubiera sido la prueba irrefutable de la locura de ese hombre. Él la observó, por largo rato, como mirándola a los ojos, y tal vez entendió.

De ahí en adelante la costumbre hizo un poco de su parte y, como todas las cosas en ese país, también esa extraña cosa y ese hombre entraron en la unión perfecta y olvidadiza del cotidiano y la costumbre caribeña. Fueron varios años repletos de días hechos del mismo modo: de trabajo, de retrasos, de amores pagados con cervezas, ron y salsa, de autobuses embarazados de la palabra “todo”, de sonidos de mar y de un poco de hambre, cuando los amores (cervezas, ron y salsa) no dejaban para más. La relación entre ese objeto extraño y su amigo ya desde hacía varios años era permanente y resignada. Tenía la semblanza de uno de esos tantos matrimonios acostumbrados o del despertador responsable, que andaba incluso sin pilas con tal de “joderme la vida”, como solía repetir él. Esa cosa estaba siempre ahí, incluso en los momentos de más pasión y pudor. Afortunadamente en esos casos tenía la delicadeza de voltearse y no presenciar el espectáculo del sexo durante aquellas noches calientes y arenosas. Pero estaba siempre ahí, presente, como esperando, con sus ojos bien abiertos y su cálculo con olor a destino y pobreza, con su mezcla de elegancia y violencia, con sus ganas, a veces sólo con eso, con sus ganas.

Un día, uno de los tantos días iguales y al mismo tiempo absurdos, el hecho sucedió tranquilamente, como suceden las cosa ahí, sin mucho alarde de triunfalismo o victimismo, sin escándalo o mucho silencio. Pasó. Así. Pasó y ya. Fue una noticia, sólo eso. Quién sabe por cuál motivo, intención o circunstancia, mandada por quién o para qué, quién sabe si sucedió para resolver qué cosa o aliviar qué dolor o crear qué alegría. Esa noche, eran quizas las 10:30 p.m., ni siquiera muy tarde era, Agustín Pereira sintió de manera súbita y relajada una bala, que ya decidida, entró justo en la parte superior izquierda de su espalda, pasando sutilmente y sin paradas por cada uno de los instantes de su cuerpo, dividiéndolo y descubriéndolo en un solo instante para realizar la magia de la muerte, al salir de forma precisa por la parte inferior de su corazón ya un poco jorobado y caer justo entre las medias sucias, al lado de algunas latas de cerveza vacías y dobladas y una televisión prendida Panasonic año 1976. Esa bala ahí tirada, manchada de un rojo vida, sin trabajo. Muerta.


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Miguel A. Pérez Pirela

Doctor en Filosofía Política. Escritor. Comunicador. Investigador del www.IDEA.gob.ve. Conductor y Creador de Cayendo y Corriendo (VTV). Autor de la novela Pueblo.

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