Somos muchos, muchísimos, los venezolanos, quienes desde jóvenes hemos transitado por la frontera colombo-venezolana. Lo hicimos tanto que, fuimos capaces, en aquellos tiempos, de diferenciar en el habla entre un colombiano, no de adentro o más allá, sino del Norte de Santander, que es como decir Cúcuta, y un venezolano de San Antonio del Táchira o San Cristóbal. La misma condición de clandestino, en nuestro caso por razones políticas, aguzan los sentidos y particularmente el oído para saber quién habla y qué de sinceridad hay en su mensaje.
Lo anterior y no las cifras, le permitió a uno conocer desde entonces, la relación de intercambio, en este caso económico, entre esa parte de Colombia y Venezuela.
Cúcuta y Maicao, población ésta del lado de la frontera con el Estado Zulia, fueron siempre, tal que ahora mismo, como pueblos que se organizaron y crecieron a expensas de Venezuela, sobre todo a partir de la “prosperidad” y la dureza del bolívar que generó el petróleo. En el oriente de Venezuela, donde nací, trabajé por años y ahora vivo, multitudes organizaban sus vacaciones, tomando en cuenta que no era extraño tener un vehículo en buen estado, para viajar a los Andes, sobre todo a Mérida y aprovechar llegarse a Cúcuta a comprar unas cosas. En este caso, más que necesidad de ahorrar, porque la mercancía colombiana no tenía la calidad de la que por acá podíamos encontrar por otras vías, prevalecía ese espíritu infantilmente ostentoso y botarate del venezolano. Decimos lo anterior porque el venezolano siempre ha dicho que lo “barato sale caro”.
En aquellas circunstancias, el venezolano era recibido en Cúcuta y sus alrededores casi con veneración por una buena cantidad de comerciantes que pocos eran colombianos, sino llegados allí de otras partes del mundo para aprovechar aquella fluidez comercial derivada sobre todo de una abundante y productiva industria textil que, por lo menos en precio si no en calidad, competía con la venezolana y la de otras partes del mundo que enviaban sus mercancías a Venezuela también a “buen precio” por aquella dureza de la moneda nacional. No en Cúcuta, sino en otras ciudades colombianas, se había desarrollado una industria que suplía a aquélla determinantemente por la oleada de venezolanos que allí llegaban.
Aquellas visitas nuestras, hasta demasiado frecuentes, lo que también estuvo influido en su primera etapa por los avatares políticos, nos permitieron percibir aquella intensa actividad comercial, el dominio de los comerciantes no colombianos en Cúcuta y la abundancia de la miseria entre los nacionales del país vecino. Eran tiempos cuando la guerrilla colombiana, lo que se conoce como la Farc, se mantenía con mucha actividad no muy lejos de aquel centro poblado. Ya eran los tiempos que sin existir los paramilitares, sí una delincuencia tan cruel que era capaz de robarse un niño o niña en la frontera, cortarle las manos o dejarla (o) sin vista para ponerle a pedir limosna en Bogotá. Se conoció entonces, de manera particular, una historia como esta, donde un familiar, poco tiempo después de secuestrada la niña, hija de venezolanos, fue reconocida por esas casualidades de la vida, en las calles de la ciudad capital colombiana en aquellos tristes menesteres.
Era demasiado notorio que el colombiano, en gran o abundante medida, era excluido, muy mal tratado por los propietarios y solo se ocupaba de los oficios menos remunerados en aquellas ciudades fronterizas. La oferta de empleo además era escasa por razones estructurales. Estas localidades crecieron y les acomodaron para vivir a expensas de Venezuela. El negocio de la gasolina es tan viejo como ésta misma. Los “pimpineros” y el contrabando de quienes estos se surten, existe desde entonces y mantiene a un buen número de colombianos.
Lo que veo nuevo, con respecto a aquello que conocí, es el crecimiento desmedido de lo que se conoce como comercio informal y el lenguaje coloquial venezolana llama buhoneros. Las calles de Cúcuta, y digo las calles, porque están así, en las calles, no como aquí en las acera, bulevares y espacios creados para ese fin, se ven repletas de practicantes de aquel comercio, en el cual, de paso, se revenden a precios exagerados productos provenientes de Venezuela, que aquí están subsidiados o fueron importados con dólares preferenciales. Es decir, se vende en la calle impunemente o mejor “legalmente”, pagando impuesto a la alcaldía, contrabando procedente de Venezuela, productos destinados al venezolano, mientras en este país se agudiza la escasez.
Más de un millón de litros de gasolina diario está dejando de entrar a Colombia con el cierre de la frontera. Esa sola cifra significa otra mucho más enorme en dólares que dejan de percibir particularmente las mafias del contrabando. Pero el número aumenta ostensiblemente si sumamos lo relativo al contrabando de otras mercancías que, como dijimos, son subsidiadas o compradas con dólares preferenciales para el consumo del pueblo venezolano.
La pérdida de estos negocios blandos está produciendo ahora mismo en Colombia estragos en distintos niveles de la sociedad, en un país donde su oligarquía deriva, de manera general, lo que no niega la regla de las excepciones, sus ingresos de la ilegalidad y violencia. Lo que se agravaría con la actual posición del gobierno venezolano, respaldado por la aplastante mayoría ciudadana que la normalidad en la frontera pase por poner freno al contrabando, aupado por la oligarquía y el gobierno colombianos; la exigencia que el Estado de allá se encargue de cuidar su frontera para acabar con el paramilitarismo, el “paraestado”, agresiones a moneda venezolana y esa especie de “tierra de nadie” que allí prevalece, no es del agrado del gobierno al que tampoco le es fácil cumplir obligaciones desdeñadas por años. Aunque para mejor decirlo, allí el Estado colombiano tiró la toalla y dejó la “autoridad y justicia” en manos de la delincuencia de todo tipo. Todo lo anterior sin mencionar lo que implica el contrabando de estupefacientes, con su ejército e irrespetos por la condición humana.
Como ese territorio fronterizo se lo dejó el gobierno colombiano a la delincuencia de cuello blanco, sucio o asqueroso, ésta allí impone su ley y Venezuela se encarga de mantener a la gente, haciendo de hermana abnegada y víctima. Reconociendo que de este lado, nacionales, fuera o dentro de instancias gubernamentales, hay muchos que participan en el festín de dinero, sangre e indignidad.
Cerrar la frontera es un muy duro golpe para la economía inmoral de la oligarquía colombiana, mezclada con la delincuencia, lo que les obligaría a reclamar y hasta rogar se abra, pero lo es también para los miles de pobres, que en Cúcuta y sus alrededores abundan, pese al contrabando y motivado a la indiferencia del gobierno y las clases dominantes de allá. Por esa ancestral pobreza, violencia y delincuencia desmedidas, derivadas de la conducta del Estado mismo, los colombianos se vienen a Venezuela. Conste, para desmentir a Santos, que Venezuela no se queja que se hayan venido, sino del abuso que de allá se comete contra los intereses de quienes aquí vivimos, como colombianos mismos. Decimos lo anterior porque Santos anda vendiendo un discurso según el cual nuestra queja o inconformidad se deriva que más de seis millones de colombianos estén ahora viviendo en Venezuela. Aparte de mentira, es una infamia con un país que por años ha recibido con ánimo solidario a quienes aquí han venido.
Santos quisiera un regreso de las relaciones en las mismas condiciones de antes del cierre. Por eso acude a quejarse a organismos internacionales por cosas que ellos inventan, para lo que han sido muy buenos. Lo quiere así para que la oligarquía, la delincuencia que ampara se sientan satisfechas y no tendría que encarar resolver la miseria que encubren el contrabando y las ilegalidades que todo eso encierra. Además, no está en condiciones políticas ni militares de enfrentar a quienes allí han impuesto su ley; sin olvidar el contubernio entre Estado y paramilitarismo en solidaridad con el plan gringo de desestabilizar a Venezuela para que EEUU recupere la influencia que aquí tuvo.
Por eso, por lo menos a corto plazo, si es que allí aun esa oligarquía, por demás ambiciosa, opta por un modelo para cubrir las deficiencias que originarían unas relaciones si no entre hermanos, por lo menos respetuosas del derecho internacional, Santos, Holguín y hasta Uribe, no tienen salida. Por lo mismo se esconden y excusan tras mentiras infantiles que el venezolano y colombiano que acá viven y allá también, víctimas de todas esas injusticias ancestrales, reconocen. El TLC, que se firmó con EEUU, agravó más economía colombiana, la vida de los ciudadanos y contribuyó con el aumento del número de desplazados y aventados de su país.
Nunca antes nos pareció más acertado decirle a alguien, ahora al gobierno venezolano, por adecentar la frontera, “hay que ponerse duro”.