Habría nacido un 30 de mayo del año 1925 en Curiepe y desde niño se preocupó por saber de sus orígenes y conocer la línea de influencia de sus antepasados que fueron esclavos, la riqueza de su cultura, en aquella población donde los santos católicos estaban investidos de poderes especiales para premiar o castigar. Ya en la década de los cincuenta da a conocer sus primeros escritos sobre su mundo Barlovento. Miguel Acosta Saignes en la primera edición de La Vida de los Esclavos Negros en Venezuela le dedica algunas páginas por sus conocimientos sobre El Cambullón de las fiestas de San Juan, como representación teatral de esclavos y de las cuales pudo divulgar sus experiencias en 1955. Luego de esos años también publica otras crónicas en la revista CAL dirigida por Guillermo Meneses, pero las más difundidas de sus líneas costumbristas en aquel tiempo de los inicios, corresponden a una edición de 50.000 ejemplares de El Farol, bajo la responsabilidad de Alfredo Armas Alfonzo, el gran cuentista que llegó a sostener que nada del pensamiento de los negros le era indiferente a Fernando Madrid Galindo y convencido de que estaba en la edad de la inteligencia para historiar y dejar escrito el testimonio de cuanto había acontecido en Barlovento, jura con los dedos en cruz que está diciendo la verdad y en 1964 da a conocer una edición en facsímil de sus documentos "una mínima parte de todo cuanto puede contar, de todo cuanto hay en sus recuerdos" que tiene el sello de la imprenta de la Universidad de Oriente y se acompaña de fotografías de Sebastián Garrido y del propio Armas Alfonzo. Folklore de Barlovento se tituló. Desde aquella fecha, serán muchos más los libros de Fernando, muchas más sus crónicas, mucha más su satisfacción de escribir de lo que aprendió de su pueblo, como el verdadero autodidacta que jamás ocupó sitio en un salón de clases.
En esta vida trazada en distintas direcciones, tuvimos la dicha de compartir por mucho tiempo con Madriz Galindo en una nueva etapa de su peregrinar, era cuando asomaba entre otros antiguos papeles el de haber pertenecido muy joven a una guarnición del ejército y saber de armas de fuego, oficio que había dejado un par de décadas atrás, pero que no olvidaría del todo al asumir el trabajo de centinela nocturno de aquel periódico Provincia de Cumaná entre los años 1977 y 1978. Allí dirigíamos un suplemento semanal de cultura llamado Racha y en páginas distintas él escribía sus crónicas, utilizando sabiamente parte de las veinticuatro horas de un mismo día en el que también podía internarse en las siembras de plátanos y hortalizas, la agricultura que conocía como la palma de su mano y la transformaba en buenas cosechas arando en tierras cercanas al pueblo de El Peñón, hacia el mar del golfo de Cariaco, todo lo hacía después de recorrer varios kilómetros de un sitio a otro, dando por cumplidas además sus labores de jardinero en los alrededores de un palacio de gobierno que alguna vez quedó envuelto en llamas entre las plazas Bolívar y Pichincha de la antigua ciudad.
Casi siempre Fernando vestía en el color del polvo asomado en la camisa y en el pantalón de kaki, quizás acostumbrado al viejo estilo de las indumentarias de aquellos cuarteles donde prestó servicios, y que reafirmaba en el uso del calzado resistente del obrero, negros y limpios sus zapatos de caminante, y por supuesto, siempre con él, un infaltable sombrero de ala corta moldeado a su cabeza, protegiendo un rostro de piel delicada y brillante, donde se imponía con su esencia la mirada del que interroga, la mirada que se aleja y reaparece para darle sentido a sus creencias. El iris de sus ojos aparentaba ser una mezcla de tonalidades distintas encontradas en el silencio del fuego.
Largo fue el tiempo de cercanías con Fernando, casi tres lustros, en los que intentamos establecer un orden de importancia sobre la realidad cambiante de los saberes populares y especialmente de la relación con los cuatro puntos cardinales de Barlovento. De ese constante análisis entre tantas noches guardianas, surgió nuestra propuesta de viajar juntos a su tierra natal, a esa entidad de Curiepe, a la que Fernando no había regresado desde hacía casi treinta años. Ir de nuevo a Curiepe para constatar tantos recuerdos. Cuando iniciamos el calmado retorno, fluyeron de manera significativa las huellas de una época de la que hablamos en infinitas oportunidades, pero que nunca en nuestras múltiples conversaciones habían resultado tan profundas como éstas del recorrido hacia la posición exacta de sus antepasados. Un sinnúmero de acontecimientos sobre la vida lejana de los orígenes le llenaron de pasión, cuando de nuevo en las fechas históricas apareció el recuerdo de los abuelos, abuelas y bisabuelas que le recordaban a Laos, a Guinea, al Congo y a la zona del Popó.
Recuerda Fernando que el macizón era un toque de tambores que convocaba a reuniones y asambleas a los esclavos de distintos repartimientos y particularmente a los negros fugados que dominaban los elementos naturales de la montaña y que se hacían fuertes en sus escondites, en sus refugios llamados cumbes, como fueron los de la montaña de Marasmita, de Casupal, de Birongo o de Río Nieve que estaba entre Curiepe y Capaya, por allí quedaba la hacienda de Villegas que pertenecía al famoso Don Justo Silva, y quedaba también el sitio de Salverio o La Marciana, además de Morón y Los Ranchos, que fueron todos lugares de esclavitud, repartimientos donde existían tratos crueles hacia el negro que esperaba el golpe del macizón para salir a reunirse, para sumarse a la lucha, o simplemente para acudir un 18 de octubre al encuentro con su San Juan Congo, que era el único santo negro de Curiepe y que con el tiempo fue pasando de casa en casa, primero en la casa de Ña Petronila la marrón, quien al morir lo dejó bajo el cuidado de otra esclava llamada Dominga Zinzá. Se celebraba con los toques de aquel tambor gigante conocido como el mina y con las corbetas y los tres tambores pequeños que llevan los nombres de el llamao, el pujao y el cruzao, golpe de tambor y canto, golpe de tambor y baile. Vienen a la memoria los nombres de numerosos pueblos de esclavos en Barlovento y además de destacar a Curiepe y sus proximidades, nombra con orgullo a Cumbe Chiniquito y Cumbe Chejendé que se ubicaban entre los límites de Río Chico y de San José en Barlovento y donde los esclavos fugitivos picaban un pedazo de montaña, "talaban una rosa" para sembrar y tener como alimentarse.
En aquel viaje desde Cumaná hacia la llamada Sabana de Oro, primer núcleo de vida en Venezuela fundado por negros libertos en 1721, bajo el nombre de Nuestra Señora de Altagracia y San José de la Nueva Sevilla de Curiepe, le preguntamos a Fernando Madriz Galindo sí tenía conocimiento del sitio marítimo de entrada de los esclavos africanos a Barlovento y nos respondió que los barcos llegaban por Carenero, la ensenada que servía de refugio a numerosos navíos provenientes de distintos lugares y nos mencionó a la Playa del Muerto y al Puerto Francés, por esos sitios arribaban los barcos negreros con su carga de esclavos, nos aseguró, y desde allí los distribuían a los numerosos puntos de repartimientos que estaban cerca de Curiepe, Río Chico, Panaquire, Caucagua, se los llevaban caminando descalzos, arrastrando cadenas y ellos con el tiempo iban compartiendo sus lenguajes, porque venían desde distintas partes de África que en ese tiempo eran posesiones de extranjeros. "Me decía mi abuela que una de esas partes donde empezó la esclavitud hoy se llama Sudán, allá en África teníamos amos blancos belgas, amos blancos portugueses, amos blancos franceses y allá nosotros éramos más que animales, allá nos perseguían, nos cazaban, nos encadenaban para la venta y para la muerte, por eso damos gracias a Dios que estamos viviendo aquí casi como unos seres humanos, que tuvimos amos blancos españoles, pero aquí en este parte del paraíso, que es América, me decía mi abuela, obtuvimos libertad".
Llegamos atardeciendo al Curiepe de calles asfaltadas, de ruidosos motores de camiones y encendidos tubos de escape de las motocicletas, era un día sábado con desafíos de música de feria, con olor a combustible, con ruido de gente en las esquinas y Fernando no podía reponerse de la sorpresa al no encontrar las mismas rutas de tierra donde cotidianamente andaba entre los grandes árboles y el susurro del viento, y donde en Nochebuena se divisaban los Pastores a lo lejos por lo verde del camino, pero rápidamente sale de sus recuerdos, vuelve a la calma y nos regala la brevedad de una sonrisa, porque como él lo afirmaba, la palabra tristeza no se hizo para el barloventeño.
Fernando Madriz Galindo falleció este domingo 4 de septiembre en Cumaná. Había nacido el 30 de mayo de 1925 en Curiepe.
Fernando Madriz Galindo. 1982 Credito: Rafael Salvatore |