Al doblar la página de la memoria, escogemos una fotografía imprescindible del año 1947, entre tantos documentos resguardados en el Centro de la Diversidad Cultural de Caracas. Se encuentran cinco caballeros junto a una maciza puerta de madera. Se ve en el centro del retrato, con la rúbrica del fotógrafo claramente impresa, la figura principal luciendo un traje fino y limpio, de cuidada elegancia. El rostro sereno, vuelto hacia la cámara, añade al encuadre la imagen de un hombre de anteojos, visiblemente concentrado, denota vigor, orden, perseverancia, logros. Su nombre, Juan Liscano. En cambio, a su lado, con trazos de un vestuario muy distinto, en el puesto inmediato a una esquina del recuadro, se descubre a un ser taciturno, aparentemente distraído, delgados bigotes, espejuelos al aire, y la imagen enigmática de quien tiene su pensamiento en otro vuelo, quizás sea el mar Caribe que rodea a su isla natal de Margarita, lo que en ese instante pudo traer en sus recuerdos el maestro Francisco Carreño. Al fondo del extremo izquierdo, en un segundo plano, con los ojos vivos reflejados en el lente, un hombre de traje obscuro y corbatín de lazo, exhibe con el contrapunteo de sus dedos la flamante pipa del fumador. Es Miguel Cardona, acompañado en ese ángulo por Abel Valmitjana, éste último con huellas de una herencia de nuevos inmigrantes, mayor estatura y cuerpo erguido, que cierra su camisa totalmente hasta el cuello con grandes botones nacarados. A su lado, hombro con hombro, y de paltó que se cruza en grandes solapas, diferenciado por la corbata negra y el aurea de un sabio de tez morena, altiva la mirada, otro ser que denota humildad, casi retirado del instante del disparo fotográfico que nos permite esta lectura. Fue, es y será siempre Juan Pablo Sojo, el hijo, el quinto de los nombrados, quien vivirá menos tiempo entre los pioneros de los estudios de las tradiciones populares en Venezuela.
Uno se encuentra por primera vez con la imagen física de Juan Pablo Sojo, el hijo, contrastando con sus colegas en este retrato de varones, y lee en su rostro de la africanía, la imagen del trueno que irrumpe desde una selva próxima, el hombre de templanza, de posesión espiritual que ya se conocía y que tiene por delante una tarea plena de responsabilidades, que usa su fuerza y rompe ataduras, el hombre que indaga y logra sus propósitos por sí mismo. Muestras de su indetenible labor las encontramos en más de un centenar de publicaciones que desde el año 1930 le dan a conocer en Caracas. La revista Fantoches, los diarios Ahora, El País, La Esfera, El Nacional, El Universal de Venezuela y El Liberal de Colombia, están entre los principales medios que difunden sus trabajos. No solo aborda el periodismo, como estudioso del folklore y escritor. También da a conocer su importante novela “Nochebuena Negra”, además de sus libros de ensayos y crónicas “Temas y apuntes afrovenezolanos” y “Tierras del Estado Miranda sobre la ruta de los cacahuales”, dejando en proyectos otras obras poéticas y cuentísticas, como “Sambo”, “Cantos Negros”, y entre ellos, la más ambiciosa de todas sus propuestas para comprender los aportes afrovenezolanos en nuestra cultura, “Los abuelos de color”, dedicado especialmente a su tierra barloventeña.
Entre las lecturas que uno hace en el arca de la historia de quienes precedieron los estudios de lo que hoy representa el crisol de la diversidad cultural en Venezuela, con resultados muy significativos para las generaciones venideras, uno se encuentra con miles de páginas reunidas entre cuadernos de viajes y otros documentos de aquellos cinco hombres citados aquí, y de muchos más que le siguieron en el tiempo, y uno se detiene a curiosear sobre la paciente y multiplicadora labor de Juan Pablo Sojo, el hijo, en aquel momento tan significativo en que despuntaba verdaderamente el siglo veinte. Encontramos a Sojo, acompañado en sus viajes por Francisco Carreño y José María Cruxent, más allá de su Barlovento natal, hacia otros lados de Miranda, hacia Carabobo, Yaracuy, Falcón. La acuciosa mirada de ese Juan Pablo Sojo y su extraordinaria capacidad de escuchar a los más humildes guardianes de la oralidad y asimilar la sabiduría del pueblo, le permitieron identificar y dedicarse al estudio de especies musicales como sangueos, avemarías, luangos, tonadas, tonos a la cruz, romances para el altar, bambucos (en papiamento), gaitas corianas, décimas, fugas, cantos de trilla, cantos de bailar al niño, cantos de lavanderas, toques de cachos. Asimismo, en las especies literarias y anímicas lo encontramos unido a temas como el corrido del venado, la décima y el estribillo, la hamaca, la bola de fuego, tapar la olla, la cueva mallorquina, el güesero, el cazador, la sayona y los duendes, casos de animismo y de licantropía. Se incluyen también en las recopilaciones que hizo, diversos tipos de juegos infantiles como el cangrejo, la panela, molé café, el venado, el mono, la sortija brinca, cochino de monte, la cebolla, la garrapata, el adivino rey, el diablo y la virgen. Otras colecciones literarias, colecciones de palmasola, de dichos, de refranes y de muchos más datos complementarios, dan fe de su incesante trabajo entre diversas regiones del país.
De aquellos recorridos, se llegaba a Caracas con la información necesaria y los instrumentos musicales y otras piezas de arte fabricadas por el pueblo, algún chineco o algún tamunango, siempre con la idea de crear un museo venezolano del folklore. Era la ventana de un país desde el que podía mirarse hacia cada poblado y aprender de su sabiduría, comprender los tejidos verdaderos de una cultura nuestra. No solo los golpes de tambores mirandinos o sus coplas y tonadas, o sus cantos y leyendas, eran de su interés, pues en el contorno del cuerpo de la patria, donde las campanas de llamar a los esclavos entraron en reposo, se revivió entonces la espesura de múltiples creencias y prácticas de los pueblos. Todos aquellos apuntes sobre el léxico popular, denominaciones sobre dulcería y cocina popular, tipos de leyendas, tipos de juegos infantiles, entre otros múltiples aspectos están registrados en los informes de viajes y en las fonograbaciones del novedoso Servicio Nacional de Investigaciones Folklóricas creado en el año 1946, y que hoy, avanzando en el siglo veintiuno resguarda este Centro de la Diversidad Cultural. Las manos de aquel hombre, barnizadas de África, entibiaron con humanas caricias el cuerpo tembloroso de su amada Venezuela. Es memoria y gestión del estudioso Juan Pablo Sojo a los 39 años de edad, el hombre de Curiepe que vino incrustado en el vientre de Brígida Rengifo de Sojo y que en víspera de la nochebuena de 1908, aquel 23 de diciembre, mostró a su padre Juan Pablo Sojo la obscura piel barloventeña que seguía el rastro de sus antepasados. Su novela “Nochebuena Negra” es una lección de vida venezolana, de sabiduría y pasión elementales, escribiría el novelista Guillermo Meneses, al anunciar su muerte, esa novela “Nochebuena Negra” seguirá siendo el más vivo manual sobre el negro venezolano.
Sorprendió a todos en aquel momento, la temprana desaparición física de Juan Pablo Sojo, porque a comienzos de 1948, fue intensa su actividad entre los más entusiastas organizadores de la famosa Fiesta de la Tradición junto a Juan Liscano. Sus viajes a Barlovento y a otras regiones de Miranda, a los estados centrales, llaneros y a la región zuliana, permitieron garantizar toda la logística indispensable en el desarrollo del Gran Festival de Cantos y Danzas de Venezuela, formando parte del personal directivo del espectáculo como instructor de conjuntos. Durante los meses de enero y febrero, “con la serena fuerza alegre de su tierra barloventeña”, tendría en esa tarea su principal compromiso y nunca nadie pudo imaginar que en la brevedad del tiempo, un día 9 de octubre del mismo año 1948, en Curiepe, “hombres y mujeres, ancianos y niños, llevando flores en las manos y lágrimas en los ojos acompañaran el féretro hasta el cementerio, donde sus amigos leyeron a manera de fúnebre oración una breve biografía del folklorista, poeta, muerto prematuramente”. Así se reseñaban en la prensa de Caracas los actos de enterramiento de Juan Pablo Sojo, quien fuera en vida honesto intelectual y ciudadano íntegro. “En realidad Juan Pablo sabía más que los sesudos investigadores. Tenía que saber más, por razones de pellejo, de corazón, de voluntad popular”, volvería a escribir en aquella fecha el novelista Guillermo Meneses, para recordarlo con el Mampulorio que Barlovento ofrece en los alegres velorios de los niños.