Agosto nunca jamás

Son las tres de la mañana, y estoy perdido en una playa desértica del estado Falcón. No estoy solo. Me acompaña la melancolía de la madrugada, el brillo de las estrellas en el firmamento, y las olas de un paisaje ensangrentado.

No siento miedo, porque estoy viviendo la consecuencia de mi realidad.

Aquí no hay amigos, no hay sombras, no hay soluciones, no hay enemigos, y no hay aciertos.

Solamente siento la fuerte brisa en mi rostro, el choque valiente de las rocas, y la infinita lágrima de una agresiva lluvia.

Todo se contrae y casi todo se ensancha, pero yo estoy de pie en la orilla del mar.

De pronto, una gota de sangre tocaba mis pies. No pensaba que estaba tan cerca del ocaso, pero la humedecida caricia del oleaje, me obligaba a renunciar a mis verdades.

Es como sentir la emoción del primer beso, mientras la fogata arde en el espejo roto.

A partir de ese bonito momento, creas un vínculo universal con otra alma, y no es tan fácil alejarse de la marea, y despedirse de la estela del barco a la deriva.

Mis pies dramatizaron el clamor de mi cuerpo, y aunque deseaba secar mi maldad en la arena, no pude evitar que una gota de agua ensangrentada, me invitara a decidir el camino final de mi vida.

¿Besar hasta el fondo del verso, o quedarme varado en la vereda?

Científicamente, el agua jamás debió tocar mis pies. Pero sentimentalmente, añoraba saborear los labios de la esperanza.

Juro que no podía rendirme. Estaba tan cansado, que no tenía fuerzas para sumergirme en el abismo, y resurgir nuevamente bajo la irradiante luz del eclipsado sol.

Eran las tres y media de la mañana, y empezaba a sentirme ahogado en mis inagotables preocupaciones.

Yo esperaba un faro, pero me traicionaron en la oscuridad.

Yo esperaba una luna, pero me cegaron el destino.

Yo esperaba una boca, pero me rompieron el corazón.

Por eso decidí encerrarme en mi mundo. Un mundo que bebía la sangre con los demonios mentales, que siempre supieron corromper la gracia divina del planetario.

El tiempo se depravaba en la frialdad del instante, y yo me acostumbraba a sentir una gota de sangre, tocando el legendario palmarés en la palma de mis pies.

Yo podía dar un paso al costado, pero le permití su seducción a través de mi confusión, y poco a poco, él fue aliviando la decadencia de mis penas, hasta el infame crepúsculo que jamás apareció en la montaña.

Por eso nunca me fui del riachuelo, y mis pies revoloteaban con el orgasmo de la pasión dominical, que pretendía sacudir la tierra con un fuerte apretón de manos vacías, para sincronizar mi desgracia con la ilusión de una asfixiante trompeta.

Yo desnudaba mi angustia con un simple paso hacia adelante, que con ímpetu se atrevía a merodear la puerta de lo desconocido.

Mis pies rojizos ya no pertenecían a nadie, y nadie confabulaba en contra de mis heridos pies.

Por eso empecé a caminar en frente del horizonte, y no tuve la oportunidad de voltear hacia el olvido, porque es cuesta arriba recibir la clemencia del payaso enmascarado.

Caminaba buscando su perversa sonrisa, que desde muy lejos me alentaba a seguir el camino, y con vocablos fúnebres me cantaba una y mil veces el grito de la muerte.

Seguí caminando, y la sangre de las olas ensangrentadas, continuaba ahogando la posibilidad de despertar de la eterna pesadilla.

La marea se convertía en maremoto, y mis rodillas flaqueaban por el peso de las huellas, que iban marcando el rumbo infernal del payaso enmascarado.

No quisiera reconocerlo, pero estaba caminando conscientemente hacia mi propio fin. Un hechizo tras las rejas. No podía detenerme, porque jamás trabajé como un clarividente, y no podía regresar a tierra firme, porque no aprendí a nadar contra la corriente.

Pasaban los segundos, y me quedé sin rodillas, me quedé sin cintura, me quedé sin pectorales, y me quedé con la soga al cuello.

El agua ensangrentada violó mis derechos humanos, y me sentía tan miserable como un perro de la calle.

A veces somos tan sensibles, y a veces somos tan despiadados.

El payaso enmascarado estaba prendido en fuego. Encandeciendo, deslumbrando, fosforeciendo. Con los brazos abiertos, el artista estaba vestido totalmente de basura mundana, y flotaba con delicadeza en el salvaje manantial de sangre.

Yo empezaba a comprender la bendita lección del animal, pero ya era demasiado tarde en la profundidad falconiana, para empaparme de la más suave experiencia por vivir.

Sucumbí en sus mentiras, mientras escuchaba sin ánimo.

Los furiosos relámpagos velaban el tránsito de la ceremonia, y los duendes bailaban dentro de mi agitada paranoia.

El colosal cielo se desprendía de la cima, cayendo a pedazos en mi nostálgico interior. Las balas ya no fecundaban la rabia de mi organismo, y los ángeles encontraron la libertad muy lejos de mí.

Yo esperaba un abrazo, pero me lanzaron a la guillotina.

Yo esperaba una revelación, pero jugaron con mi sufrimiento.

Yo esperaba una palabra de paz, pero me condenaron a la guerra.

Todo conspiró a favor de los tiburones, y los inocentes aprovechaban la bioluminiscencia del océano desértico, para quemar mis ojos desde la zona abisal hasta la zona hadal.

Profecías vaticinadas, prefacios rayados, y promesas cumplidas.

Caminé tanto que perdí el camino. Los talones perdieron el conocimiento, y me desmayaba entre un millón de burbujas, que asumían el triunfo del más sucio sumiso.

En medio de la tertulia, esperaba un milagro que me alejara del payaso enmascarado, y me regresara a los brazos del mismo payaso enmascarado.

No estaba alucinando, simplemente estaba viviendo mi vida.

No pude encontrar la salida del carrusel, y ni siquiera pude tocar el fondo del fondo, porque todos los días me pulverizaba en una cabeza tan atormentada, que no pudo revelar el secreto a las cuatro de la mañana.

La sangre se comió el último respiro del pasado, y sería muy libidinoso contar el resto de la historia, a sabiendas que el payaso enmascarado ya poseía todo mi ser.

Fue una épica batalla entre el bien y el mal. Más de seis mil metros de mediocridad callejera, y tres terciopelos que arruinaban la fatal melancolía del domingo.

Ahora que perdí la razón y divago en el mar, puedo ver claramente el desconsuelo de mis errores, pero ya no tengo pies para volver a caminar el camino, y el payaso enmascarado inmortalizó la resurrección de mis pecados.

No puedo cambiar el presente, y no puedo rememorar el futuro. Tan solo puedo recordar el trágico dolor, que sentí en el frío de la sublime noche, y que escandalicé en el calor de la tétrica soledad.

Los maravillosos monolitos escondidos en Paraguaná, eran las malditas estacas que se incrustaban en el piadoso ruego de la oración, bostezando con mis eternos conciertos de culpas, que reaccionaban ante la más mínima provocación terrenal.

Yo solo buscaba el perdón del misericordioso, y entendí que la misericordia es más grande que el sacrificio.

Sacrifiqué mi vida por un sueño con veinte anzuelos, y las hojas secas de los más tristes árboles, arrancaron la magia blanca del ferviente San Marcos.

Yo esperaba un comienzo, y me regalaste un desastre.

Yo esperaba una algarabía, y me regalaste la indiferencia.

Yo esperaba una advocación, y me regalaste un oráculo.

Siempre termino contigo, y creo que siempre lo haré. Me obsesioné con tus ojos, y ya no tengo la semántica del oso polar, para recordarte con el sombrero ensalivado de alegría.

Eres mi intensivo agosto, que llena de intensidad a mi prosa, y que me hace escudriñar el veneno de las memorias.

No sigas pisoteando la brújula de los castillos florales, porque ya todo el éxtasis fue perdonado.

Entre hitos y mitos, resplandeces en las tinieblas, y explotas en el verano de mis peores torturas.

Quiero escapar del sagrado río, y hoy estoy contemplando la belleza del fin.

Necesito un milagro, realmente te necesito.



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Carlos Ruperto Fermín

Licenciado en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso, LUZ. Ekologia.com.ve es su cibermedio ecológico en la Web.

 carlosfermin123@hotmail.com      @ecocidios

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