Allí, donde se rinde culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a un mismo sepulturero le tocaría en 1988 abrir espacio para que entrara el menudo cuerpo de Catalina Yánez al cementerio de Centurión, y posteriormente, en ese camposanto de la Santísima Trinidad, asumiría la triste despedida de sus más renombrados hijos que fueron cargados en hombros con imponentes ceremonias musicales. Entre ellos estuvo Manuel Yánez, poeta, compositor, cantante, genio que fallece un 19 de marzo del año 2000.
Avanza conmigo en medio de preguntas Esteban Encarnación Dorta Franco, quien durante cinco décadas se ha dedicado por entero a reconocer y vigilar la sucesión de monumentos del antiguo cementerio de Centurión. Estamos en el año de 2017. Hurga ese territorio que tiene sembrado en la palma de su mano y mientras tropieza con arbustos y una tumba y otra tumba, nos conduce finalmente a la armazón fúnebre que buscamos y donde está identificado ese doble apellido Yánez Yánez. Es el celador más conocido, el que nos guía entre los mármoles de la necrópolis en una mañana que hiere con su cielo azul. Él sabe los significados de la última morada y también ha sido testigo de las circunstancias personales de aquellos que se doblegan como cuerpos momificados en busca del descanso eterno en el hermoso camposanto. Fue con este hombre de facciones recias y piel oscura, con quien habló Manuel Yánez años antes de su fallecimiento para encargarle una parcela no tan lejos de la entrada principal del cementerio, donde más tarde se cavó la fosa. Cada palabra de Manuel, cada frase anunciada al sepulturero iba reconstruyendo su definitivo encuentro con la muerte que ocurrió el tercer domingo de marzo después de soportar debajo de los huesos las desgarraduras de tres infartos. Ya Catalina Yánez no podía establecer otro acuerdo con la Santísima Trinidad.
Doce años atrás, entre los estruendos de 1988, quedó hundido por un primer ataque al corazón y esa madre Catalina Yánez le imploraría a Dios que acabara primero con su vida a cambio de salvarlo a él, al hijo que tanto amaba. Dicen que así fue, que llegó una tarde hasta la capilla donde está representado el Dios Supremo en tres personas distintas y le confesó su deseo a la tríada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con esa angustia que la dominaba se abrirían las puertas del cementerio primero para ella, mientras Manuel Yánez lograría sobrevivir.
Cuando salió de la gravedad que lo mantuvo dormido por demasiado tiempo, Manuel Yánez lo primero que hizo con el sol temprano fue visitar la tumba de su madre, rezarle un oración y pensar en un sembradío de astromelias de pétalos blancos que eran las flores preferidas de Catalina Yánez. Lloraría en el trayecto hacia la plaza Centurión. ¿Cómo llegaste al final de la luz para salvar mi vida? debió preguntarse en el silencio más íntimo. Tenía apenas quince días de creada esa sepultura y junto a ella oró mucho. Hilvanaba los recuerdos que en ese momento se venían como un aluvión. Quizás fue esa Cruz del antiguo convento de San Francisco que estaba plantada en medio del patio familiar, la que lo llevó a sumergirse en su primera canción inspirada en aquel elevado camposanto que permitía ver el río Orinoco a una cierta distancia. Llegó mayo y en el año 1991 nace como compositor con un canto a la cruces, su primer vals. Al ocupar la fosa que Esteban Encarnación Dorta Franco había preparado para él ya pasaban de quinientos sus temas musicales, pero hubo uno que se hizo universal. Viajera del río. “Paseando una vez por el malecón extasiado me quedé al ver una flor perfumando el río…” y corría y corría.
Con Manuel Yánez mantuve una amistad sumergida en el silabario de Angostura desde el año de 1990 cuando lo conocí. Siempre lamenté estar ausente en la fecha de sus funerales. Un hombre sencillo que sorprendía por su capacidad imaginativa. Un hombre de pueblo que había organizado su vida de tal manera que no tendría otro oficio distinto a su propia profecía de reconocerse artista. La vivienda donde extendía la columna vertebral para el descanso era enteramente humilde, a pesar de tener el privilegio de un puesto en la cámara municipal donde enarbolaba su poesía como instrumento de conciencia. Lo eligió el pueblo para eso. No tuvo formación musical y componía tarareando en medio del torbellino de las calles más cercanas al malecón. Era su rutina, de la plaza Centurión al mirador Angostura y se emocionaba demasiado cuando aparecía el arco iris una vez por cuaresma. La ciudad entonces lucía en su cuerpo despierto otro tipo de caricias y Manuel no desperdiciaba el instante para ceñirse a sus gemidos y abrazarse a las seis esfinges que marcan todavía los puntos cardinales de la plaza Bolívar. La belleza de ese suelo planetario y antiguo seguía bullendo en su imaginación y desde cualquier zócalo ponía en sus labios el Orinoco de las fábulas. Al caer la tarde volvía al aposento de la antigua calle de los culíes y allí mismo, donde su madre lo consintió tanto, empezaba a descifrar los jeroglíficos de sus recorridos para hacer de cada canción una coreografía. Bailaba y bailaba muy alegre cada vez que incluía una página más de la escritura al hinchado cuaderno de sus cantos. Entresacaba un vals, un bolero, una marcha, una guasa, un merengue, un calipso, apretando con mucha fuerza el manantial de su creación.
Alguna vez hablamos de las costumbres familiares. Todavía no había muerto su hermano Julián Yánez que usaba sombrero de pajilla para la música cañonera y tocaba el saxofón después de cansarse de jugar béisbol para los Tigres de Aragua, los Tiburones de la Guaira y los Orioles de Baltimore. Sería ese uno de los tantos hermanos. El otro Luis Yánez también ejecutaba el saxofón y el clarinete y había viajado con su música a Europa después de grabar varios discos y de hacerse famoso en Venezuela donde formó parte de las orquestas Los Caciques, La Rafa Víctor, La Leonard Melody, Los Peniques y la más célebre de Pedro José Belisario, donde conocería a Víctor Piñero y Canelita Medina.
Manuel saca la cuenta y se define como el primero de la segunda generación de Catalina Yánez quien tuvo muchos hijos con Pedro Celestino Yánez, después de romper el otro matrimonio que la inició como madre. En total dieciocho hijos. Catalina Yánez había nacido en el año 1905 en populoso barrio El Zanjón, donde el laberinto de las casas comienza en grutas revividas por gigantescas rocas graníticas casi al borde del río. En esa misma entraña terrenal Manuel Yánez recibió su primera nalgada. A cierta distancia se hacía larga la calle de los culíes, donde se levantó el nuevo domicilio de bahareque y seguiría la tradición de los Caballitos de San Juan que le dio fama a Catalina Yánez. Fue el juguete sucesivo de aquellos dieciocho hijos, con bozal y con freno, con rellenos de trapos, crines y orejas y una larga vara de arizo para cabalgar que brotaba en las lagunas y en las riberas del río. Era el juguete de los más pobres, quizás el único juguete con el que esa recordada abuela Anita Yánez, llegaría a saludar a los tres mil quinientos soldados gomecistas, cuando un 19 de julio de 1903 después de fondear sus barcos en la orilla, descargaron todo el peso de la artillería sobre aquella ciudad donde terminó la Guerra Libertadora. Desde entonces se dice que los caballitos de San Juan celebran también a Juan Vicente Gómez cada 24 de junio.
De las hermanas Manuel Yánez nombra a Carlota y a Venecia que han seguido la tradición del día de San Juan Bautista. Vamos de un tema a otro tema en la conversación y llegamos nuevamente a Viajera del Río. ¿Qué te inspiró para componer ese vals? Le pregunto...Y me responde sencillamente que una flor, una flor como el azahar que buscando el horizonte se perdía con la fuerza del río, que se fue ocultando, que se fue marchando y luego desapareció. Tiempo más tarde comprendí que no me equivoqué al tener la dicha de ser amigo franco y poder escuchar la maravillosa canción de sus propios labios, cuando nadie más la había interpretado sino él. Adiviné una lágrima en su rostro y de nuevo llegó a mi memoria el recuerdo de Catalina Yánez. Por eso le dije ¿puedes cantarla nuevamente?, entonces en la gloria de su canto volví a ver la flor y entendí que su madre era el comienzo y el final de todo.
Manuel Yánez en Ciudad Bolívar.1997 Credito: Cruz Figuera |