Un frío en la espalda, una enfermedad, y un laberinto. El sentimiento era indescriptible. Un pedacito de cielo en la Tierra, y un coro de trece ángeles orquestando la sinfonía.
Me sorprendió observar la gran algarabía social, que causaba un doctor difunto en el corazón de los venezolanos.
El altar trujillano brillaba con velas de promesas cumplidas, resplandecía con retratos de dolores curados, y melancolizaba con plegarias de sueños por conquistar.
Desde hace varias décadas, el doctor José Gregorio Hernández fue beatificado y canonizado por el pueblo venezolano.
Su hermosa presencia recorre las calles venezolanas, y se hace sentir en los autobuses, en los hospitales, en las iglesias, en las plazas, en los parques, en las oficinas, en los escapularios, en los seminarios, y hasta en las estampitas que auguran su divina protección.
No debemos esperar que los pontífices romanos del Vaticano, se atrevan a reconocer públicamente los milagros del doctor José Gregorio Hernández, para aceptar y oficializar una pasión que ya tiene su nombre y su apellido.
Hay un sentimiento religioso muy fuerte en Isnotú. Sientes el deseo de arrodillarte, de reflexionar sobre la vida, y de valorar el significado de la existencia humana.
Creo que los venezolanos nos hemos olvidado de Isnotú. La magia se confunde con la sangre, y en las alturas no se distingue el bien y el mal. Todavía somos compatriotas bienaventurados, pero estamos jugando con el ardiente fuego del infierno.
Las familias venezolanas que gozan de buenos ingresos económicos, no quieren compartir ni el pan dulce ni el pan salado, con los hermanos venezolanos que viven condenados a la pobreza extrema, evidenciando la clásica indiferencia que fractura las vértebras de nuestro país.
Venezuela está herida en el pecho y en el alma, por tanta guerra mundana que nos aleja de la solidaridad cristiana. Casi una sentencia de muerte sufre Venezuela, y las oraciones necesitan muchísimas horas de oraciones en el sagrario, para que el sol perdone las balas y el desconsuelo de la fatal impunidad.
Ojalá que el doctor José Gregorio Hernández, pueda curar la grave enfermedad física y mental, que castiga el verbo y la razón de nuestra querida Venezuela.
Quizás no sea suficiente un botiquín de primeros auxilios, para inyectar manantiales de pacifismo y respeto en su tierra bendita. Tal vez admitir el remedio de la muerte, sea el mejor consuelo para los más afligidos. Es probable que la sombra de un letrado sombrero detrás de la puerta, abra la caritativa ventana de una segunda oportunidad por vivir.
Isnotú es paz de día, y es la paz de la noche. Queremos vivir y convivir en santa paz, pero no tenemos las manos colmadas de humildad, para recibir con los brazos abiertos la medicina del perdón.
Un perdón tan lejano como las estrellas del padre, que lucen tristes, apagadas, y sonrojadas por la batalla política de sus hijos.
Isnotú es la bandera del amor, es el himno de los arrepentidos, y es el espíritu de la conciencia. No debemos perder el sendero de un futuro próspero. Estamos complicándonos gravemente el destino, cada vez que robamos el grito rabioso de socorro, y silenciamos la peste de los olvidados niños huérfanos.
Una llorosa criatura que acaba de nacer, un silbido que se pierde en la brújula del ocaso, un perro que ladra en el furioso firmamento, una lluvia que ensancha el tamaño de la equivocación, y un estrecho camino de sabiduría por recorrer.
En Isnotú aprendí a mirar fijamente a los ojos. No puedes esquivar la luz de la gruta, sin antes reconciliar el paso de la madrugada. Es como si el tiempo se detuviera en la mañana, y las flores despertaran bañadas en el oasis del polen.
Recuerdo aquella hermosa tarde en el paisaje de Isnotú. Ellos hicieron sus santas maletas, y se fueron volando hasta Disneylandia. Supongo que yo también quería vivir la nueva experiencia capitalista, pero decidí quedarme a dormir eternamente en Isnotú.
Dormir para olvidar todos los libros que cargué en el morral del pasado, para que una tremenda joroba me rompiera todos los riñones universitarios, y me regalara el peor castigo que puede recibir un hombre: la soledad.
Juro que lo perdí todo. Lo perdí absolutamente todo.
Lloré tantas cruces en Isnotú. Lloré a cántaros en Isnotú. Lloré el llanto en Isnotú.
Vomité todas las malditas transferencias bancarias, vomité todo el maldito egoísmo, y vomité todas las pesadillas del cerebro.
Es francamente horrible caminar sin rumbo. Sentir un vacío que divaga con el viento, y que se encadena a los miedos del ayer. Las campanadas inquietaban la razón, pero no levantaban el desasosiego de mi cabeza, y escuchar la nostálgica repetición de un par de piernas zapateando en la carretera, me estaba volviendo literalmente loco.
La locura hizo que me detuviera en Isnotú. Quería olvidarme de todo y de todos. Finalmente, me sentí preso dentro de mi ser, y la oscuridad reinaba a plena luz del amanecer, gracias a los desastrosos pupitres del colegio Juan Bosco.
De pronto, el sinsabor de los recuerdos me hizo observar una cálida pared, que no podía dejar de mirar con total atención, y que me expresaba un extraño clamor popular.
Sin ya nada que perder en las calles de Isnotú, decidí acorralarme como un animal a punto de morir, en el peligroso amorfismo de una simple pared de bloques, que en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en el rostro viviente de nuestro señor Jesucristo.
Pude apreciar el rostro envejecido del Señor, y fotografié su emoción para conservar una imborrable memoria, que me enseñó a practicar el bonito acto de la compasión.
Me dijo con la voz del corazón: "Aquí estoy Carlos, esperándote como siempre".
Esa voz que calma el frío de la espalda, esa voz que cura las peores enfermedades, esa voz que vence la terquedad de los laberintos.
En un primer momento, opté por mantener en secreto la fotografía, pero después de meditarlo por un par de semanas, decidí compartir la imagen con cualquier persona que lea nuestras palabras, ya que todos necesitamos recibir un poquito de fe, para poder resistir la diaria lucha de la vida terrenal.
Aquí les dejo el hipervínculo de la fotografía:
https://1drv.ms/i/s!AtNYg7Vlmh50gQ83j7SDmlwK1QO2
La fotografía es completamente verídica, sin retoques, ni ediciones. Es una benigna prueba de la misericordia del Señor, que se apiadó de mi inaudita depresión, y me demostró que puedo caminar confiado sobre el agua, sin temor de ahogarme en el fondo del mar.
Me fui de Isnotú, y desapareció la pared, desapareció el rostro, y desapareció la ilusión.
Yo sé que Isnotú no es un hechizo de rosas. Hay violencia, hay pecados, hay tragedia. Pero donde abundan las lágrimas de la amargura, sobreabundan las lágrimas de la felicidad.
Aunque los peregrinos me señalaban con el dedo del juicio final, y la obsoleta sensación del terrible fracaso, estaba obligándome a doblegar mi espina dorsal, pude aplacar el cansancio de la travesía, y pude lidiar con la meta del exitoso porvenir.
No son supersticiones, no son exasperaciones, no son falacias. Son vivencias, son verdades, son realidades.
A veces superamos los linderos de lo imposible, solo para rescatar la sonrisa de un ser querido. No queremos que su cuerpo se evaporice como el humo, no deseamos que su huella huela a cenizas, y no anhelamos que su suerte se despida con el adiós.
Vamos a Isnotú con una palabra en la mente: desesperación. Nos vamos de Isnotú con una palabra en el corazón: esperanza.
La devoción nos invita a confiar ciegamente en un santo, que tiene el poder de escuchar a todos sus ciervos, pero que no tiene el poder de curar a los enfermos.
Solo el infinito poder del gran dios del Universo, tiene la fuerza capaz de mover todas las montañas de su Universo.
Estamos seguros que la sagrada paz de Isnotú, puede rebasar los aires andinos venezolanos, y puede habitar en cualquier rincón de nuestro tricolor patrio.
Isnotú puede ser tu casa, puede ser tu comunidad, y puede ser tu salvación.
Hay doctores suspirando con los pájaros del árbol, hay honores subestimados por las piedras del riachuelo, y hay libertades que se esclavizan al adorado crepúsculo.
Hoy puedes aliviar el frío de la espalda, hoy puedes sanar la crisis de la enfermedad, y hoy puedes salir del más oscuro laberinto.
Todo es cuestión de fe.