En los inicios de 1700, los reyes dieron unos traspiés, al tratar de tocar el desorden del poder colonial, la ambición de los peninsulares, criollos y mestizos blanqueados, educados, en un estatus establecido en América por más de 300 años. Su error, inmiscuirse con la luz que fue hecha, en la pureza impoluta de una virgen parida, su desliz, meterse, con los resortes, con los flejes de estos logros, los jesuitas. Allí se pelaron Felipe IV y Fernando VI de España y se precipitó Carlos III, que, rodeado de fervientes anti jesuitas, no cayeron en cuenta, que Dios se había apoderado de América y que los jesuitas, eran, ahora, los administradores del cielo.
En 1730, ante las nuevas leyes borbónicas, se empezó a mostrar una serie de alzamientos, los jesuitas remueven las viejas arenas del rio, promueven las revueltas, por lo que el descontento se va intensificando. Los cuernos de la traición, los zapos de las alcantarillas, les señalan, el Rey Carlos III agarra casquillo y los expulsa en 1767.
La torta se terminó de poner en 1775, al presionar al papa Clemente XI, para que suprimiera la orden, por medio de la Bula Dominus Acreedemptor, con ello se oxigenó el candelero, se reventaron los flejes que retenían la liberación de América.
Los jerarcas jesuitas, agarraron por la buenas o por las malas, los peroles y se fueron, no sin antes, haber sembrado la semilla de la necesaria independencia del poder español, eso sí, una independencia condicionada, respetando siempre el derecho del blanco, sus tierras, las elites establecidas y el poder de la iglesia. La secularización determinada en 300 años, en donde hacía al rey, a los cristianos seres invencibles e invisibles y a los jesuitas ordenadores de ese orbe, se convertiría para los borbones, en un boomerang, con resultados determinados.
Estas decisiones dieron un contexto particular para la derrota final del poder español en América, nada de ello sería perdonado por los que hasta ahora habían sustentado el poder. El poder sustituido, dejaba en su reemplazo, una plebe agitada, que concluiría en los libertadores.
Las bases populares, en más de 100 años, habían avanzado en los ideales libertarios; pero le faltaron cojones, dejando a las futuras generaciones comprometidas. Entrado 1800, estos subfrutices sociales, los jesuitas, más la toma de España por Napoleón, dieron una alta plataforma, a los criollos y mantuanos, para sus gritos de libertad. Los jesuitas habían inculcado, a quienes los sustituyeron, suficiente fuerza espiritual y política a través de sus colegios y currículo studiorum,
En septiembre de 1766 el Fiscal del Consejo de Castilla, Conde de Campomanes, sentaba; "Los jesuitas, son un cuerpo religioso que no cesa de inspirar aversión general al Gobierno y a las saludables máximas que contribuyen a reformar los abusos, por lo cual convendría iluminar al pueblo para que no fuera juguete de la credulidad tan nociva, y desarmar a ese cuerpo peligrosos que intentan en todas partes sojuzgar al trono, y que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines …".
Campomanes, no estaba lejos de esa realidad, ya que uno de los precursores de la independencia de Venezuela, Francisco de Miranda, en su desembarco en la ciudad de Coro en 1806, en sus proclamas y gritos, hacía leer en pulpitos y plazas la "Carta a los americanos", del Abate Juan Pablo Viscardo, en donde se justifica e invita a los americanos, a la independencia.
El prócer Juan Germán Roscio, afirmó que la defensa que hacían los jesuitas del derecho de los pueblos oprimidos a la rebelión contra los tiranos fue causa de su expulsión en 1767 por el Rey Carlos III de España, temiendo que reforzara las inquietudes americanas que apuntaban ya, aquí y allá. "He aquí, dice, la verdadera causa porque fueron arrojados de los reinos y provincias de España: todo lo demás fue un pretexto de que se valieron los tiranos para simular el despotismo y contener la censura y venganza que merecía el decreto bárbaro de su expulsión".
Nuestros actuales pareceres se inundan hoy de estos mirares, en cada uno de nosotros está sopesar lo bueno y lo malo de ello, los resultados son evidentes; una libertad planificada y condicionada.
Los años de los jesuitas en América, no se habían ido en vano, después de tanta tiradera sin calzón y violación entre cafetales, a pesar de esa angustia básica, la población americana se hizo mayoritariamente mestiza, entre mulatos, zambos y esclavos negros; todos ellos, menguaban su dolor, su parálisis política, con un cristo en el pecho y un altar de juguete en el mejor rincón de la casa.
Este sujeto social, basado en su catequesis, buscó parecerse al dominador y fue dominado. La presión monárquica, su nueva legislación y estructura de poder, donde, los criollos e indígenas habían sido unos convidados de piedra, para los cambios que se producían, creaba una cacerola u olla de presión que al explotar quemaría a todos, dejando profundas marcas que no sanarían con el tiempo.
Entre apellidos, jesuitas, arrojo, mirares diversos y, la frontera como umbral de pasiones diversas, ahí, en ese contexto de rezos, que aún no sabemos entender o comprender, nacieron nuestros libertadores: Miranda, Bolívar, Nariño, Ricaurte, Santander y Omaña; y con ello el triunfo de mil batallas que dieron pie y valía para entrar al cielo, como buenos mantuanos creedores y creadores de un nuevo cielo; mientras tanto, todavía las clases populares de América, en largas colas, paranoias y orígenes enfrentados, recorre un largo vacío, lejos de la esperanza.