Efectivamente, el 12 de octubre de 1992, había ido yo a visitar al director de un centro editorial de Mérida, cuando una llamada telefónica produjo un gran revuelo en la redacción: "Ha habido un atentado contra Carlos Andrés Pérez". Ocurrió el hecho mientras el presidente, algunos ministros y el gobernador del Zulia inauguraban un hospital binacional en la región indígena de Paraguaipoa. Era necesario confirmarlo. El director del centro editorial pidió calma a sus empleados; se sintonizó a radio Caracol de Colombia, se encendió la televisión y se estuvo atento a lo que pudieran informar los cables internacionales.
Entretanto yo continué en mi tarea que consistía retocar un trabajo lírico ("Oda al zamuro") del poeta Antonio Febres Cordero. Cuando bajaba a la sala de montaje y diagramación, escuché atronadores aplausos y me dominaron vagos y preocupantes sentimientos. Pensé en la gente que tuvo el valor de atacar la comitiva del señor presidente. ¿Cómo fue que llegaron tan lejos para intentarlo? A pesar de todo, con qué rara indiferencia tomé este asunto... Me llamaba la atención sin embargo la gran cantidad de personas heridas, que en las primeras noticias trasmitían las agencias internacionales.
De vuelta a casa encendí el televisor. Ya presentía una caravana de elevadísimas personalidades desfilando ante las cámaras instaladas en Miraflores; esas eminencias con aspectos ceñudos y lastimosos que por lo general velan muecas y pensamientos obscenos y sucios; todos advirtiendo lo de la eterna reflexión, como si una cuerda de viejos malévolos y cínicos pudieran tener condiciones para tan meritoria actitud.
Pero no aparecieron las imágenes de la caravana (yo pensaba que no habían tenido tiempo de perfumarse y aderezarse para tan especial ocasión), en cambio aparecieron las escenas en el hospital: los militares con pistola en mano corriendo como energúmenos por todas partes; un hombre con un herido en los brazos, chorreando sangre, otro con un niño. Vi al ministro de Sanidad, con la palidez ceniza de los muertos, consternado y aterrado al mismo tiempo. Como las imágenes las presentaban sin editar, se escuchaban voces: "ya los mataron; ellos huyeron en un camioneta...".
Yo imaginaba que los terroristas habían pasado cerca de la comitiva presidencial, habían lanzado una ráfaga y luego se dieron a la fuga. Eso era cuanto deducía de lo que estaba viendo. Según todos los comentarios el presidente se había asilado en La Casona.
El otro lado irónico de la cosa era que algunos de los que habían ido a celebrar la inauguración del hospital, y a dar hurras por la salud y las atenciones médicas, lo estaban estrenando con heridas mortales y a la vez con todas las deficiencias que suelen tener estas dependencias.
Procuré imaginar el terror que embargó a CAP y a su comitiva, pues estos señores, aunque lo nieguen vivían en un estado de permanente pánico. Yo particularmente nunca creí en la valentía de Carlos Andrés, porque coraje y temeridad ante las injusticias no la tuvo jamás; valor y determinación contra los empecinados estafadores y esquilmadores de esta nación nunca la tuvo, de modo que muy mal quedaban los que le adjudicaban alguna voluntad de arrostrar adversidades terribles cuando en verdad lo que hacía era defender sus parcelas de intereses donde pululan tantos de sus amigos ladrones; con celo admirable y testarudez muy adeca había sabido conservar y proteger su poder.
Y es necesario añadir, que en este país difícilmente podían entonces en el ambiente político, encontrarse hombres superiores a CAP.
Yo no creía que Uslar Pietri, Caldera, Ramón J. Velázquez, Escovar Salom fuesen personas mejores que CAP.
Eso habría sido una ilusión espantosa en la cual muchos pendejos cayeron. La vaina estaba en la camisa de fuerza de un sistema conformado por una masa estúpida y una élite intelectual castrada o prostituida.
Volviendo a la matanza de aquel lunes, me llamaba sobre manera la atención que los abaleados fueran indios. Cuando en Paraguaipoa la metralla de la escolta presidencial escupía "salvas", el Papa Juan Pablo II, en Santo Domingo, pedía perdón por la sangrienta evangelización.
El Papa haciendo la Cruz en el Cielo, leyendo un discurso en español, oraba porque los indios, a pesar de las muchas pérdidas, habían al menos conquistado ciertos derechos.
Y en aquel momento, cuando ya no había conquistadores, me daba cuenta de que nosotros (mulatos y tatatatataranietos de aquellos carajos insidiosos y asesinos), nos estábamos comportando un poco mejor: no empalábamos, ni aplicábamos las recetas descuartizadoras, los ahorcamientos ni el garrote vil de los europeos sino que, bajo el papel de "propietarios" de esta vaina, ametralladora en mano, nos estábamos erigiendo en protectores de los intereses de quienes usufructúan a todo dar estas malditas tierras.
Yo lo había dicho muchas veces: esta vaina no era de uno. Aquí uno carecía de derecho hasta para respirar. Esta tierra se la habían cogido los vivos, una cuerda de extranjeros sin escrúpulos. A nosotros nos habían dejado el hueso pelado para que representáramos de vez en cuando el escenario de unos mulatos "en libertad": la figura de unos negros, indios o seudoblancos que parloteaban eufóricos: "¡Vuelve a votar, cabrón!".
Esta vaina no era de uno, insisto, y todos estábamos de asomados.
Y muy bien estuvo que el inconsciente colectivo nos saliera, en medio de la celebración del V Centenario, con el extravío de unos cañones escupiendo balas por todas partes.
Los mismos conquistadores del pasado haciendo de las suyas; los nuevos ricos como el porquero Pizarro, que compró su marquesado con el oro de los incas. "Liberales" como el tuerto Almagro y el cura Luque que sellaron con una hostia cortada en tres partes la exterminación de los indios del Perú.
Pues bien, ese día lunes, el Conquistador Mayor, Carlos Andrés Pérez, se desvaneció del lugar; salieron los pajes menores, como Piñerúa y Zambrano a enfrentar la prensa: "Nada había pasado, pues sólo habían acribillado a unos pocos indios, que aquí se vienen matando indios desde 1492. ¡Gran vaina! - parecía uno escuchar de todas partes -, por unos desgraciados indígenas, ¡tanto escándalo!".
Los gringos inspirados por estas acciones, que hacían ver íbamos adquiriendo la virtud exterminadora que a ellos les hicieron grandes y poderosos (porque se ha visto que esa vaina de conservar indios y negros no ha sido muy práctica ni útil), declararon que jamás permitirían un gobierno de facto en Venezuela.
¡Para esa vaina sí son audaces, carajo!
Pensar que dos horas antes, en Macuro, el Conquistador Mayor Carlos Andrés Pérez, se despepitó en alabanzas de su raza. La llamó la raza indomable, la raza que no ha sido vencida nunca. Claro, hablaba de él. Hablaba de su gente, de la escolta feroz que le rodeaba, de su poder inconmovible y siempre victorioso. La raza de los mulatos que han hecho más daño a América que la de los mimos conquistadores. La raza de los copiones, la raza de los serviles, la de los mayameros por ejemplo, que no podrá nunca ser vencida porque jamás ha luchado ni ha hecho el menor gesto de atrevimiento contra los arrasadores del Erario Público.
La raza de los "loros en desarrollo" y de los mulatos recién llegados del Norte: la de los danzantes en cuya cabeza giran los proyectos locos de las reformas más cursis y de los espasmos libertadores y progresistas más absurdos, que nada perecedero y noble son capaces de hacer o de dejar para sus hijos. La raza de los fatuos incoherentes, de los vacíos, de los falsos, cobardes y acribilladores de gente indefensa. La raza que trae escoltas y mercenarios porque no cree en su propia gente. La raza que defiende a sangre y fuego sus riquezas y prebendas.; la que ha dejado impresa el estercolero innominable de sus imprevisiones y vagabunderías en todos sus actos…. Las de las momias serenateras de aquel vil Congreso Nacional y de las supremas Cortes de nuestras injusticias.
Esa era la única raza que cada cual conocía en este país desde que nacía.
Esa era la única raza que era oída, atendida y servida en esta "nación".
Por ello, tal vez, el señor Piñerúa Ordaz había salido diciendo que hay matanzas sin culpables.
Claro, en cuanto al exterminio de indígenas, desde el "descubrimiento" y la Conquista, aquí no había quien pagara por ellos: siempre asesinados, siempre esclavizados y despojados de sus medios y de sus tierras.
Yo, pendejo irreverente de mis porfías, nada tenía en aquella por lo cual luchar, porque a uno nadie lo escuchaba cuando se estremecía ante las injusticias y ante las maldades públicas. Yo, pendejo eterno de aquellas calamidades insondables llamadas "descubrimiento", "desarrollo" "progreso"…, debía callar y tragar arena: silencioso, para que los loros de la "civilización" mayamera y los besamanos y eternos celebradores de nuestras academias (...vamos a ver otras bolsadas, señor Guillermo Morón), agitaran a todo dar los emblemas porcinos y malditos de la salvación nacional de la IV podrida república, que en paz descanse.
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