El dolor por la vida… O el carnaval de las miserias…



Ya no se si lo que me embarga es pena o rabia. Cuesta mucho suponer que detrás de la orgía de cinismo e hipocresía de que hacen gala periodistas y opinadores de oficio por todos los poderosos medios a su servicio, no existan los más bajos intereses removiendo el excremento. Representaciones emocionadas hasta las lágrimas, voces quebradas por el dolor, inflexiones dramáticas, todo al más perfecto estilo de una radio-novela de Delia Fiallo. Todo bien orquestado para contagiar rabia al televidente ante el asesinato de tres jóvenes a manos de la policía en un barrio de Caracas, pero ¡Ay!...Todo pierde el barniz piadoso cuando estos mismos personajes no tienen un solo recuerdo para los más de 150 campesinos asesinados por terratenientes por el único delito de reclamar sus derechos consagrados en la Ley.

O nos duele el hombre… todos los hombres, o todo no es más que una farsa grosera, una manipulación, un acto de propaganda sin otro fin que alcanzar un objetivo canalla. Es repugnante la palabra que no sirve para proclamar la verdad luminosa de los valores humanos sino que coloca toda su fuerza magnífica al servicio de intereses mezquinos. No otra cosa es, asistir a esta avalancha de dolor fingido por unas vidas en mala hora cegadas por el crimen mientras se guarda silencio ante otras muertes. Sería más piadoso el silencio. La palabra debe estar, como látigo, al servicio de la libertad, de la dignidad y el decoro de la vida humana allí, donde quiera que ésta esté amenazada.

Por eso es tan repugnante a la conciencia, la extrema diligencia de la Iglesia Católica por la vida de los nonatos frente a su solícita colaboración con los intereses que causan la muerte por hambre de cientos de niños nacidos, de miles y millones de niños, hombres y mujeres sumidos en la miseria sin que haya para ellos algo más que alguna formal y obligada referencia en algún sermón dominguero.

José Martí, al reflexionar sobre el buen uso de la palabra, decía que ésta debía: 'Decir lo que a todos conviene y no dejar de decir nada que a alguien pueda convenir'. Cuando se magnifica un dolor, porque es mío, porque lo siento propio, y se ignora otro, porque es del otro, porque es del diferente, del que no es como yo, no importa de que lado se esté, no importa que el envoltorio, el papelito del regalo, diga imperialismo o revolución, se está poniendo de manifiesto la peor de las raleas, una naturaleza fascista, redonda, impoluta, sin poros… porque… o nos duele la vida, toda la vida, o nuestro solaz es la muerte, siempre que ésta no sea la nuestra.

No he podido evitar qué, durante todo el día, la voz de Andrés Eloy Blanco me haya visitado y acariciado de esperanza. Sí, ese mismo Andrés Eloy que le pedía a su hijo… 'Ni un odio por mí, hijo mío, ni un solo rencor por mí. Por mí no verter la sangre que cabe en un colibrí'. A los hombres y mujeres, no a la humanidad que suena muy genérico, sino al hombre y la mujer, a ti y a mí, al de carne y hueso, al que se debate cada día entre las lágrimas y las risas, entre el dolor y la esperanza… o nos mueve el amor… o su lugar lo ocupa el otro sentimiento, casi tan poderoso como éste: el odio… esa poderosa forma negativa del amor. Quizás la lectura de los hijos infinitos de Andrés Eloy, contribuya a ubicarnos en este festival de falsos amores y sentimientos. ¡Buen provecho!

Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,
se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga
y al del coche que empuja la institutriz inglesa
y al niño gringo que carga la criolla
y al niño blanco que carga la negra
y al niño indio que carga la india
y al niño negro que carga la tierra.

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la ciega
y las Meninas y la misma enana
y el Príncipe de Francia y su Princesa
y el que tiene San Antonio en los brazos
y el que tiene la Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.
Y cuando se tienen dos hijos
se tienen todos los hijos de la tierra,
los millones de hijos con que las tierras lloran,
con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,
los que Paul Fort quería con las manos unidas
para que el mundo fuera la canción de una rueda,
los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,
quiere con Dios adentro y las tripas afuera,
los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima
entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra,
porque basta para que salga toda la luz de un niño
una rendija china o una mirada japonesa.

Cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen dos hijos
se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y toda la esperanza,
la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de llorar del universo
el modo de alumbrar de las estrellas.







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Martín Guédez


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