Me lo mataron ahí mismito

I

Yo estaba entrejunta, como se dice cuando la puerta no está abierta ni cerrada. Quiero decir que estaba medio dormida y medio despierta, ¿usted me entiende? Cuando los hijos están fuera a altas horas de la noche o la madrugada una, la madre, no pegamos los ojos. Y es pensar y pensar… Cuando sonó el primer tiro, me sobresalté. Paré el oído y sonó el segundo. Y lo paré más. De seguida vino el tercero, un cuarto, un quinto, un sexto y el siete. Allí pararon los sonidos. Fue entonces cuando pensé en él. En mi muchacho. El siempre que salía, en el anochecer, me decía que iba a cuestiones de negocios. No me explicaba nada. Yo no le pedía, nada. ¿Me entiende? Si él no me daba explicaciones, yo tampoco se las pedía ¿para qué? ¿De dónde me traía dinero? nunca lo supe. Me decía: “Estoy trabajando mamá. Estoy ganando mucho…, bueno mucho para un pendejo como yo. Pero allí vamos, haciéndola no más”. Esa era la conversa de casi siempre. Pero yo, como todas las madres, o casi todas, lo digo mejor, me quedaba como asustada. Mi corazón trataba de decirme algo. A mí me decía mi mamá: “hija, el corazón, habla. Háblale y el te responderá. Sigue sus consejos. El corazón no miente, porque es sabio”. Siempre me lo decía.

II

Un día mi vecina, ¿cómo es que se llama… haber… está cabecita no da para más… Haber… Aja, la tengo. A ella le dicen la “La siempre puede”, y vive cinco ranchos más abajo. Y que estaba arrejuntada con mi hijo. Yo le decía: hijo búscate una mujercita que te represente. Esa… ¿cómo es que le dicen…?, no te sirve, hijo, hazme caso. Pues, fue ella mismita la que me dijo que aconsejara a mi muchacho, válgame Dios, porque por culpa de ella le estaban buscando bronca. ¿Usted me entiende? Parece que la “perinola” tenía otro hombre, pues. O sea, que jugaba para dos lados. Así fue como me di de cuenta que mi muchacho andaba metido en cosas malas.

III

Ese día, en la madrugada, el de los siete tiros, lo recuerdo como si fuera hoy. Se vistió bien. Se empolvo y se vació un frasco disque de un perfume francés. ¡Qué voy a saber yo de perfumes franceses! Yo no conozco esos nombres de lociones finas, como decimos las viejas como yo, ancladas en el pasado. Uso desde que era muchachita, una loción que se llama “Lavanda”. Pero él me decía que, ese francés, era el que le convenía, pues las mujeres le decían “perfumito”. “Hay viene perfumito”. “Hay viene perfumito”… y se subían las faldas hasta un poquito más arriba de la rodilla… ¿usted sabe, las mujeres de hoy? Ese día tarareó, como siempre, su canción preferida. Hasta yo, que soy mala para retener las cosas en mi cabeza, la letra se me pegó de tanto dale, dale y dale. “Rosa, rosa, la maravillosa…”. Perdóneme, siempre me equivoco. Es “Ay, Rosa, Rosa tan maravillosa, como blanca diosa, como flor hermosa tu amor…” De allí no pasaba. Ese pedacito no más. ¡Santo Dios!, una vieja, como yo, tarareándole a usted esa canción. ¿Qué dirá? Por lo menos que parezco loca. Bueno, como le venía contando, esa nochecita salió, mi muchacho, con su canción en la piel de sus labios.

IV

Mire, antes de los siete tiros, que me levantaron de la cama, camisón en mano, yo vivía sobresaltada. Cuando él, mi muchacho, traspasaba el quicio de la puerta para fuera, yo me quedaba con un presentimiento malo. Yo no sé si hay presentimientos buenos y presentimientos buenos. No lo sé. Pero mi corazón me saltaba, pún, pún, pún, y me llevaba mi mano derecha al lado izquierdo de mi pecho, como queriendo tranquilizarlo. Pero seguía y seguía. Así sucedía noche tras noche. Sólo estaba calmado cuando en el día dormía como un lirón, ¿no es lirón, que se dice? Como un caballo cansado, que se duerme parado. Como alguien que no ha dormido la noche, pues. Y lo veía, con ropa y todo encima. Con mucho cuidado le retiraba los zapatos, y lo dejaba dormir. Cada ratico iba y le velaba su sueño. Hasta que se levantaba, se aseaba y me pedía la comida. Así era mi muchacho. “Vieja, me gritaba desde el baño, que me tienes para hoy? ¿Un pollito a la “fricase” o esos espaguetis a la italiana, que tanto me gustan… O sea, lo máximo, pues, vieja querida. Y soltaba: “Ay, Rosa, rosa tan maravillosa…”.

V

Los jóvenes piensan que las cosas malas le suceden a los otros, pero a ellos no. ¿No es verdad, señor? Él era uno de esos incrédulos. A pesar de que su mamá, o sea yo, se lo decía todos los anocheceres cuando se iba dizque a trabajar. A sus asuntos de negocios, está mejor decirlo así. Siempre se lo dije: “¡Cuídate!, hijo, que en la calle hay mucha maldad suelta”. Y él me respondía riendo: “Ay, Rosa, Rosa tan maravillosa…”. Porque, hay una cosa rara, a pesar de que tengo rato dándole lata no le he dicho mi nombre. Mi mamá me puso Rosa, así lo decía el Almanaque de Rojas Hermanos. Menos mal que me salió Rosa y no Plutarca. Porque así me hubiese puesto mi mamá. Y, entonces, me dijeran Pluta. ¡Hay que horror! Casi… usted sabe. Y por eso es que mi muchacho se le metió en la cabeza esa canción que cantaba un argentino. Cosas de la vida, señor.

VI

¿Qué es un hijo para una madre? Es como un Dios. Uno lo carga en la barriga 9 meses
para arriba y para abajo. Lo alimenta con nuestra propia sangre. Le canta. Lo arrulla con tiernas palabras, como si él pudiera oír. Aunque los doctores dicen que oye, aun estando acurrucado en el agua de la vida. Hasta que vienen los dolores. Y sale a al mundo. Pues, dentro de uno ya es una vida. Y hay veces que el hijo significa más aún, cuando una es sola para todo. Cuando ha sido abandonada por el hombre a quien uno se entregó y le pegó una barriga. Que luego, se transforma en una bendición de Dios. Yo guardo, un recorte de una definición de lo que es un hijo del escritor José Saramago. No sé como cayó en mis manos. Como no soy lectora no he leído ni una línea de algún libro de él. Pero lo bendigo por haber permitido que cayera en mis manos su pensamiento sublime: “Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y, de nosotros aprender a tener coraje. Sí ¡Eso es! Ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado. ¿Perder? ¿Cómo? ¿No es nuestro? Fue apenas un préstamo ya que son nuestros sólo mientras no pueden valerse por sí mismos, luego le pertenece a la vida, al destino y a sus propias familias. Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo”. ¿Cómo no estar de acuerdo con lo que dice este señor? Dice lo que yo no puedo con las palabras, pero sí con mi corazón de madre.

VII

Todo el vecindario lo sabía. Lo intuía. Por eso cuchicheaban “El hijo de Rosa, anda en mal camino”. “Un día de estos se lo malogran”. Pero yo no les paraba a eso. Y menos mi muchacho. A él le entraban esos rumores por un oído y le salían por el otro. Era terco, como un… no se qué. Pero esa madrugada de los siete tiros, no alcance llegar a la puerta. Me tropecé y me di un porrazo en la cabeza. Allí quedé aturdida por un buen rato. Me despertó el eco de los golpes. Los oía lejos, bien lejos, como a leguas de mí. Pero eran los golpes a la puerta. Tan pronto me incorporé oí a la gente hablar atropelladamente, como en un coro desordenado. Hasta que abrí la puerta. Y lo vi. Allí estaba recostado, como encorvado en la pared, al lado de la puerta. Allí estaba bañado de sangre. Su cara no parecía la de mi hijo. Quise engañarme. Pero no pude. Era él. Quise que fuera otro. Pero no fue así. Era mi Ángel. Mi niño querido que parí. Mi “perfumito”, Tenía en su cuerpo guardado los siete tiros. ¡Ay, Dios! Oficial. Ya se fueron los recuerdos. Déjeme ir a descansar, haber si me duermo soñando que es un sueño. ¡Quiera Dios!


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Teófilo Santaella

Periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la Isla del Burro, en la década de los 60.

 teofilo_santaella@yahoo.com

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