Un día Armandito llegó a su casa, apenas saludó sin ver a quién y se fue directo a su cama. Se tiró sobre la cama sin quitarse sus ropas. Y trató de dormirse sin pensar en lo que había hecho durante el día. Se desató una lucha entre los recuerdos del día y las ganas de olvidar, mediante el sueño. Lo buscó con ahínco. La mente del joven Armandito era un campo de batalla, donde veía con nitidez las máscaras, los frascos de gasolina y los fósforos. Había sido un día duro. Jamás pensó que unirse a gente rara lo iba a llevar a realizar actos perversos, como lo era el de quemar a una persona desconocida en pleno disfrute de su vida. Recordaba con dificultad que le habían dicho que al atardecer debía tener por lo menos un quemado.
Era la cuota mínima permitida. Y ante el miedo que le brotó por los poros, recibió un mensaje: "Es por la patria. Todo lo que hacemos es por la patria, por Venezuela. Falta poco para que el dictador se vaya. Lo tenemos acorralado. Todo el mundo está de nuestro lado. Los dueños de los grandes medios están de nuestra parte. Ellos se encargan de elevar nuestro sacrificio en sus titulares. Nos pintan como seres de otras galaxias. Como los salvadores. Los libertadores. Los escuderos y los héroes de la resistencia. Igual hacen algunas personas que escriben cosas. Quemar a un chavista tiene el perdón de Dios, y la bendición del cura. Es un diablo en carne propia, uno menos".
Armandito al fin se durmió. Fue, precisamente, el instante cuando el hombre le imploraba que no lo quemara: "Piensa en tu familia, en tus padres, y en los hijos que tendrás. Piensa en mi familia, en mis padres y en mis hijos. No hagas algo de lo cual te arrepentirás después. Yo no te he hecho daño a ti ni a ninguno de los tuyos. Por favor, chamo, no me quemes, déjame vivir. Dios me dio la vida, deja que sea él quien me la quite. Eres joven. Dedícate a estudiar. Aprovecha tu vida. No hay otra…". El sueño no le duró mucho a Armandito. Despertó sobresaltado. Gritó: "Mamá, mamá, mamá, donde estas. No me dejes solo, mamá" Y se sentó en el borde de la cama, escondió su rostro en las dos caras de sus manos. Y se quedó como ido.
No quería recordar nada. Quería que su mente se transformara en un pastel blanco, sin adornos. Había aprendido bajo los efectos de la droga a quemar gente viva. Nunca pensó en el horror que eso significaba para quien viera a un quemado batallar desesperadamente por su vida. Ni siquiera para él. Que ahora, sentado al borde de su cama luchaba por recordar lo que no quería recordar. Era torturante lo que le acontecía. Por eso salió corriendo de su casa se aventó por una calle cualquiera y escapó con su pesada carga de remordimiento. Nunca más se supo de Armandito.