Hemos conmemorado en estos días la fecha trágica que se tornó doblemente luctuosa a partir del 11 de septiembre del año 2002. Para los pueblos, los revolucionarios y los humanos de buena voluntad del mundo duele desde 1973, como herida que no sangra pero que no cesa, la caída de Chile, sus multitudes que fraguaban la esperanza mayor labrada allí desde los días de O’Higgins y San Martín, su Presidente Allende inmortal y la dignidad de su cultura, en la aberración sin nombre del fascismo. Para la humanidad toda, incluida aquella parte a la cual la tragedia chilena importa poco o más bien causa regocijo, duele así mismo lo ocurrido en Nueva York, desgraciadamente utilizado como pretexto encubridor de una política de agresión, genocidio y rapiña que iguala en el plano de la maldad a Hitler y los nazis.
Queremos detenernos en el dolor proveniente del Sur, pues fue el primer intento de realizar una revolución pacífica y por ello el antecedente inmediato de la nuestra. Lo primero es reconocer el objetivo que se planteaba el gobierno de la Unidad Popular, y hagámoslo de la voz de su máximo líder: “…cada pueblo tiene su propia realidad y frente a esa realidad hay que actuar. No hay recetas. El caso nuestro, por ejemplo, abre perspectivas, abre caminos. Hemos llegado por los cauces electorales. Aparentemente se nos puede decir que somos reformistas, pero hemos tomado medidas que implican que queremos hacer la revolución, vale decir, transformar nuestra sociedad, vale decir, construir el socialismo”.
Se ha tildado de ingenuo a Salvador Allende por el intento de “asaltar el cielo” realizando “una revolución sin fusiles”. Desde luego, es cierto que en Chile, como en casi cualquier otro lugar, todo estaba organizado por y para las clases dominantes bajo coyunda imperialista. Pero es cierto también que la historia chilena se singularizaba en el continente por la regularidad de su vida civil, con poca intervención de los hombres de armas y con muchas iniciativas que la hicieron primera en organización de la clase obrera, la cual se desarrollaría unida bajo la conducción de Luis Emilio Recabarren y, tras un período de divisiones, recuperaría la unidad en la Central Única de Trabajadores, cuya plataforma contemplaba como objetivo el socialismo; primera en legislación democrática, electoral y social, así como en la calidad de su educación laica y obligatoria; primera en la acción civilizadora del ferrocarril; primera en la declaración de ¡una República Socialista!, así denominada tras golpe de Estado encabezado por el coronel Marmaduke Grove y el dirigente Eugenio Matte, 4 de junio de 1932, experiencia que duró apenas doce días y trató de aplicar un programa de 50 puntos bajo la consigna de “pan, techo y abrigo”, y que había sido la última intervención militar en la vida política del país; única en América que organizó un gobierno de Frente Popular, 1938, con el radical Pedro Aguirre Cerda como Presidente; la de mayor tradición de vida cultural de primer orden, fundada por Andrés Bello y erguida en las cumbres de sus dos premios nobeles de Literatura, Gabriela Mistral y Pablo Neruda. La maduración de la Unidad Popular, asentada en esas tradiciones, pedía la revolución, y Salvador Allende, forjado como revolucionario, intentó dirigirla y “sobrepasar el Estado burgués”. El imperialismo y la oligarquía dieron al traste con ella, pero el intento fue válido y su ejemplo renacerá un día de éstos en Chile y es componente espiritual de la Revolución Bolivariana.
La cual, pacífica y democrática también, tiene los fusiles de su lado, gracias a una Fuerza Armada que ha recuperado su original conciencia patriótica y bolivariana y reconocido su condición de pueblo en armas. La unidad cívico-militar, niña de los ojos de nuestro proceso, es la garantía de que aquí no habrá un once de septiembre chileno, porque el que intentaron adelantar en abril recibió su merecido con un trece contundente. Y así será de nuevo, si...
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