1-. La obra maestra del Imperio Terrorista
Jamás se ha producido un crimen mayor al que el imperio perpetró aquel día en Japón. No fue una acción de guerra, pues el cuartel general del Primer Ejército Japonés, el más importante del país, y el Palacio Imperial, en el que se encontraba Hirohito, no fueron impactados ni por una simple bala, a pesar de que se encontraban a pocos kilómetros del barrio obrero de Tokío.
Fue, en el más estricto sentido del concepto, un atentado terrorista, el peor, el más cobarde, el más infame, el más monstruoso que recuerda la violentísima historia de la especie humana.
A principios de marzo de aquel año 1945, los aviadores de guerra del imperio ya habían asesinado, en las principales ciudades de Japón, a cientos de miles de civiles inocentes, o sea no combatientes. La venganza había sido en extremo desproporcional a la ofensa, ya que en el ataque a Pearl Harbor habían muerto militares que se hallaban en los barcos destruidos o personas que trabajaban en las bases naval y aérea, no cientos de miles de niños, mujeres y ancianos ... en sus hogares, escuelas, guarderías, asilos, centros de trabajo, parques, hospitales, ciudades abiertas.
El ataque a Pearl Harbor, tres años y medio antes, había sido perpetrado por oficiales de la fuerza naval japonesa, no por el pueblo japonés, al que no se le consultó si quería o no que se atacasen las bases hawaianas ni si deseaba o no involucrarse en algo tan terrible como una guerra mundial.
Hay que analizar el ataque a Pearl Harbor no sólo desde el punto de vista de lo que aquella acción representó para la historia, o sea “un ataque a traición”, sino desde otros ángulos aun más criminales.
En primer lugar, el imperio no tenía –ni tiene-- ningún derecho a estar en Hawai. En 1893, Hawai era un país libre, habitado por unos cien mil seres humanos y gobernado por una reina tan sensible que caminaba sola, sin escolta, por las calles de Honolulu y componía poesías y canciones que ella misma cantaba, acompañada de su pueblo, en los parques de la ciudad. El país no tenía ejército y la policía era muy pequeña, pues el delito era casi inexistente. Entonces, varios empresarios, en su mayoría de Massachusetts, que tenían intereses en las industrias del azúcar y la piña, armaron a una banda de 300 delincuentes, asaltaron el poder del país, obligaron a la reina Liliukalani a huir a Filipinas y crearon una “república libre”. Una escuadra naval del imperio se situó frente a Hawai para apoyar a los golpistas en caso de que el golpe no tuviese un triunfo fulminante. Cinco años después, esta república “libre” se anexó al imperio, tal y como había hecho Tejas medio siglo antes.
Si se hubiera hecho un plebiscito en 1893, más del 98% del pueblo hawaiano hubiera apoyado a su reina y rechazado a los bandidos que la derrocaron. Teniendo todo esto en cuenta, hay que convenir que Barack Obama no nació en Estados Unidos, sino en unas islas ocupadas a la fuerza por el imperio estadounidense.
En segundo lugar, Roosevelt y los altos mandos del Pentágono sabían que una escuadra japonesa se estaba aproximando a Hawai y que un ataque a Pearl Harbor era inminente, pues a principios de diciembre de 1941, la Inteligencia naval de EU había descifrado el código secreto de la armada japonesa. Roosevelt y los altos jefes militares no alertaron a las bases de Pearl Harbor porque necesitaban que Japón iniciara las hostilidades para justificar la entrada de este país en la guerra y ya no sólo contra Japón, sino contra los otros países del Eje. Al complejo militar-industrial-terrorista lo que le interesaba era la guerra para que su gran industria bélica ganara una inmensa fortuna, no la vida de sus militares en Hawai.
De haber seguido siendo Hawai un país libre después de 1893 y, sobre todo, de haber actuado Roosevelt como un gobernante sensato, no un feroz imperialista, aquel ataque japonés no se hubiera producido, pues la escuadra del imperio en Hawai era más poderosa que la japonesa que se le acercaba y hubiese salido a su encuentro en alta mar, en cuyo caso los japoneses no hubieran podido perpetrar ningún ataque furtivo.
Al igual que en todos los otros bombardeos, el objetivo del de aquel 10 de marzo, no fue destruir fortalezas ni concentraciones de tropas ni puestos de mando; sino asesinar en el menor tiempo posible a la mayor cantidad de niños, mujeres y ancianos para sembrar el más absoluto terror en la población civil. En este caso, a la que vivía en el barrio obrero de Tokio, un perímetro de 24 kilómetros cuadrados, seis de largo por cuatro de ancho. En esta área vivían un millón doscientos seres humanos. No eran soldados ni funcionarios del gobierno ni gente importante: eran obreros o familiares de obreros que vivían en casas humildes y padecían el fugaz terror de la guerra y el eterno terror de la vida, la miseria.
Había aquel día en el barrio obrero muy pocos hombres adultos porque el servicio militar obligatorio era ya para todos los hombres de 16 a 62 años inclusive, y los soldados no estaban en las ciudades, sino en los cuarteles y las trincheras de las costas. Por lo que, del 1.2 millones de seres humanos que se hallaban en el barrio aquel día, más del 90% eran niños menores de 16 años, viejos mayores de 63 y mujeres de todas las edades. Había en aquella zona muchas industrias pequeñas en las que trabajaban las mujeres, los niños de diez a quince años y los viejos. Las casas eran de madera.
A doce kilómetros, se hallaba el Cuartel General del Primer Ejército Japonés, protegido por treinta mil soldados y cientos de altos oficiales. A siete kilómetros, estaba el Palacio Imperial, en el que se encontraba Hirohito.
La barbarie comenzó a las 10 y media de la noche del día 9 y concluyó un poco antes de las cinco de la mañana del día 10.
330 superfortalezas B-29 perpetraron la monstruosa masacre ultraterrorista. La primera oleada estaba formada por doce aviones Pathfinders que crearon un círculo de fuego alrededor del barrio obrero para que los cientos de aviones que llegaron después lanzaran sus bombas dentro del área señalada. Media hora después, decenas de aviones tanques lanzaron miles de galones de gasolina. Entonces llegaron los B-29 que lanzaron 1,665 toneladas de bombas incendiarias, entre ellas las M-18 y las M-69, éstas expandían el fuego a 35 metros del punto de explosión. Cuatro escuadrones aéreos tuvieron la misión de volar a muy baja altura para ametrallar a las pobres gentes que trataban de escapar del gran anillo de fuego.
La misión del imperio terrorista era asesinar, asesinar, asesinar, asesinar, asesinar con calor, asesinar con candela, asesinar con humo, asesinar con bombas, asesinar con balas, sencillamente asesinar ... y no soldados, sino niños, mujeres y ancianos.
Avivado aun más el incendio por los llamados vientos de cuaresma, de unos 40 kilómetros por hora, el barrio obrero se convirtió en una inmensa hoguera, en el fuego más asesino que haya existido, con temperaturas de hasta 1,800 grados Farenheit. El incendio se podía ver a 240 kilómetros de distancia.
Los pilotos terroristas vomitaban por el intenso olor a carne humana quemada: ellos eran los terroristas menores porque los grandes terroristas –los que no sólo no hicieron nada para evitar la guerra, sino que la aceleraron-- estaban, a buen resguardo de la lejana candela, en la Casa Blanca, el Pentágono y Wall Street ... o asoleándose en Palm Beach, arrullados por la exquisita eufonía de las olas de espuma al llegar, suavemente, a la orilla.
Si, como efecto de una fantasía que estuviese más allá del tiempo y el espacio, Esquilo, Sófocles y Eurípides hubiesen visto aquel soberbio drama, no se habrían atrevido a narrarlo en todos sus detalles.
Por la mañana, las 270,000 pobres viviendas estaban reducidas a cenizas y, sobre ellas o a su alrededor, yacían más de 100,000 cadáveres carbonizados como los que se ven en la foto que encabeza este artículo. Más de 45,000 personas murieron unas horas después o en los días siguientes. Más de 300,000 sufrieron quemaduras, muchas de ellas graves. 900,000 perdieron su hogar. Del total de muertos, más de 60,000 eran niños.
2-. ¿Fue, realmente, Batista el autor del 10 de marzo cubano?
Por ahí, perdidos en la inextricable maleza de mis papeles y libros, acumulados en casi sesenta años de estudio incesante, hay muchos apuntes que tomé de varios diálogos que sostuve con mi padre –Andrés Rivero Agüero-- sobre aquel golpe de Estado. El día que los encuentre, tal vez los publique en una serie de artículos o en un pequeño libro. El me pidió que no lo hiciera hasta después de su muerte y ya falleció hace más de trece años.
Mi padre sostuvo una relación politica muy estrecha con Fulgencio Batista desde el año 1929, cuando éste era sólo un soldado. Se conocieron en un tren que iba rumbo a Oriente adonde iban a pasar las vacaciones de verano, Batista a Banes, mi padre a Santiago.
Mucha gente cree que mi padre fue ”un producto de Batista”, que todas las altas posiciones que ocupó fueron concedidas, como una gracia o un favor personal, por su amigo Batista, o sea que mi padre no era nadie y Batista lo hizo, incluyendo su elección como presidente, en noviembre del 58, cargo del que no pudo tomar posesión por el triunfo de la Revolución.
Pero esa historia es muy distinta, porque si no hubiera sido por mi padre, Batista no hubiera llegado ni a segundo teniente, y con esto, sin quererlo, quizás le esté haciendo una grave crítica a mi padre, a pesar de lo mucho que lo quise y lo recuerdo con inmenso cariño porque, como he dicho otras veces, fue un hombre de grandes virtudes personales, aunque también de graves errores políticos, que pudieran resumirse en un solo nombre: Batista.
En 1929, mi padre tenía 24 años y cursaba primer año de Derecho en la Universidad de La Habana porque no había podido estudiar de niño, ya que era tan pobre que vivía en una zona rural en la que no había escuelas, y había terminado su primera enseñanza a los 19 años y la segunda a los 24.
Dos años después, comenzó a trabajar como “pasante” --auxiliar de trabajos legales-- en el bufete de Carlos Manuel de la Cruz, un prominente abogado que fue una de las figuras políticas más importantes del país en la década de los 30. Y fue mi padre quien, siendo sólo Batista un simple sargento-taquígrafo, lo introdujo en el círculo de las figuras políticas que frecuentaba aquel bufete, entre ellas varios de los que después formaron parte de la Pentarquía, un gobierno colegiado de cinco miembros que tomó el poder después del levantamiento militar del 4 de septiembre contra un presidente impuesto por el imperio yanqui.
A través de mi padre, en ese bufete, Batista se relacionó, sobre todo, con el periodista Sergio Carbo, quien quedó a cargo de los ministerios de Guerra, Marina, Gobernación y Comunicaciones de la Pentarquía.
Fue, precisamente, Sergio Carbó quien, usando las prerrogativas de sus cargos, nombró a Batista jefe del ejército y lo puso al frente de aquel levantamiento de las clases militares contra la oficialidad y el presidente Céspedes, a pesar de que otros habían dirigido la asonada militar, sobre todo Pablo Rodríguez. No teniendo tropas bajo su mando, Batista no podía dirigir aquel levantamiento a no ser que Carbó, con la anuencia de los otros miembros del gobierno en ciernes, o sea la Pentarquía, lo situara al frente del mismo.
Al día siguiente de haberlo puesto Carbó al frente del ejército, Batista se entrevistó con el embajador Sumner Welles, colocándose desde entonces al servicio incondicional del imperio.
Esa larga relación convirtió a mi padre en el más cercano colaborador y consejero de Batista por muchos años y ésta era la posición que tenía en el verano de 1951, cuando, a raíz de la muerte de Eduardo Chibás, se comenzó a planear el golpe de Estado contra el presidente Prío Socarras que se perpetraría, el 10 de marzo de 1952.
Cuando aquello mi padre iba a Cuquine, la finca-residencia de Batista, dos o tres veces a la semana, y a partir de principios de febrero del 52, todos los días y muchas veces se quedaba a dormir allá para seguir reunido con Batista.
No teniendo a mano, en este momento, las notas sobre las conversaciones con mi padre sobre el 10 de marzo, lo que voy a escribir va a ser de memoria. No veo por qué mi padre tuviese que mentirme en aquellas conversaciones privadas. No eran declaraciones públicas ni testimonios para un libro ni nada de eso. Era el alma de un político honesto –uno de los pocos ministros de Batista que no se aprovechó de sus cargos para hacerse rico—que le confiaba sus secretos, en las horas silentes de la noche, a un hijo que también tenía la misma pasión por la política.
Esto fue lo que, en síntesis, me dijo mi padre sobre el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952:
A) Batista sabía que iba a perder las elecciones de junio de 1952, pero asimismo estaba convencido que así ganaran “ortodoxos” o“auténticos”, los partidos mayoritarios del país, se iba a producir una guerra entre esos dos grupos políticos y que, pasado el cuatrenio 1952-56, el pueblo iba a estar tan cansado de la violencia política –que había estado presente, también, en los gobiernos del 44 al 52--, que lo iba a ver a él como el candidato de la paz y a elegirlo presidente.
B) Cuando Chibás se dio el tiro aquella noche del 5 de agosto de 1951, mi padre y Batista estaban haciendo campaña política en la ciudad de Pinar del Río. Era de noche y Batista se estaba afeitando. Mi padre se le acercó y le dio la noticia. Batista exclamó: “¡Que no se muera ... que no se muera!”. Mi padre no entendió en aquel momento aquella reacción. Unos meses después se dio cuenta que si Chibas hubiese vivido, Batista no hubiera dado el golpe militar y, sobre todo, que ya desde antes de aquel día había agentes del gobierno de Estados Unidos que lo estaban presionando para que tomara el poder por la fuerza, pero sabían que con Chibás vivo no era posible porque era tanta la influencia que ejercía sobre el pueblo que éste se hubiera lanzado a la calle y hubiese fracasado el golpe o habría habido cientos o miles de muertos, en cuyo caso el fracaso hubiera sido mucho mayor.
Batista había estado al servicio del imperio desde septiembre del 33, pero su astucia política y su natural inteligencia, a pesar de su gran ambición personal, le hacían ver que era mejor esperar a 1956 que perpetrar un hecho de esa naturaleza en una fecha tan cercana a las elecciones y nada menos que por el candidato del que se sabía que iba a perder los comicios.
C) A la sazón habia varios oficiales del ejército que querían derrocar a Prío Socarrás y trataban que Batista se pusiera al frente del golpe, pero nada se había acordado al respecto.
D) Muerto Chibás, los agentes del imperio arreciaron sus presiones para que Batista diera el golpe. Con esa extrema ignorancia que los dirigentes políticos y diplomáticos del imperio han tenido siempre sobre los demás países y muchas veces sobre el suyo mismo, creían que, de triunfar Roberto Agramonte, el heredero de Chibás que estaba al frente en todas las encuestas políticas, Cuba sería declarada república socialista dependiente de la Unión Soviética ... como si eso hubiera sido tan fácil.
E) Por supuesto que había que ser bien estúpido para creer que eso podía hacerlo un presidente que fuese producto de una elección multipartidista en la Cuba de 1952, un país penetrado hasta las entrañas por el capitalismo norteamericano, cuyas exportaciones e importaciones dependían, casi en su totalidad, de Estados Unidos, con unas fuerzas armadas proimperialistas que eran dirigidas por una oficialidad ignorante y retrógrada y, además, con una burguesía capaz para los negocios, pero mediocre para todo lo demás, que veía en Estados Unidos el olimpo, el nirvana, el paraíso. Eso nada más que podía hacerlo una Revolución dirigida por héroes que tuvieran un gran apoyo popular y un conocimiento adecuado de la relación de fuerzas entre los dos gigantes de la Guerra Fría: el imperio y la URSS ... y que estuviesen dispuestos a morir por su causa. Ni Chibás ni Agramonte ni Hevia ni Marinelo ni Prío ni Grau ni Núñez Portuondo ni ningún otro líder político de aquella época podía ni siquiera soñar con hacer nada de eso.
E) El hecho cierto fue que, a partir de noviembre de 1951, Batista empezó a reunirse en la biblioteca de Cuquine con ciertos estadounidenses que aunque no se identificaban, mi padre estaba seguro que se trataba de agentes del gobierno de Truman, fuesen de la CIA, el Pentágono o el Departamento de Estado. Batista le pedía a mi padre que no participara de estas reuniones, con lo que aumentaba sus sospechas.
F) A la sazón, el gobierno de Prío Socarrás se había convertido en uno de los más corruptos en la historia del país, situación que supieron aprovechar Chibás y Agramonte, para hacerse de un gran apoyo popular.
G) Batista le confió a mi padre, finalmente, en enero del 52, que el Departamento de Estado de Washington consideraba que el triunfo de los ortodoxos era el triunfo de los comunistas, y que él tenía que evitarlo ocupando el poder por la fuerza. Sabiendo que eso no era cierto, mi padre arreció su campaña para disuadir a Batista del golpe de Estado, consejo que, en principio, –según mi padre— Batista aceptó.
G) A mediados de febrero, Batista le confió a mi padre, finalmente, que el Departamento de Estado y la CIA consideraban una “traición a la democracia y la libertad” que se permitiera “el triunfo de los comunistas disfrazados de ortodoxos” y que si no consumaba el golpe militar, el gobierno de Estados Unidos iba a tomar contra él varias represalias, entre ellas la confiscación de su edificio en la Quinta Avenida y la Calle 42, de Nueva York, y su cuenta bancaria en el First National City Bank de la propia ciudad. Lo amenazaron, además –segun él--, con solicitar su deportación a Estados Unidos para procesarlo por ciertas transacciones ilegales que había hecho en la adquisición del edificio de Nueva York. En octubre de 1952, Batista dejaba de ser senador de la república y, al perder su inmunidad, podía ser deportado. Sobre todo si los ortodoxos estaban ya, entonces, en el poder.
H) Mi padre siguió insistiendo con Batista que no diera ese paso y cada vez que lo hacía, él le daba la misma respuesta: “No tengo otra salida, Andrés, no tengo otra salida”.
I) Al comprender mi padre que su dramático esfuerzo para evitar el golpe no iba a dar resultado, le dijo a Batista que la única manera que él podía continuar a su lado, como en los 23 años anteriores, era si le permitía entrar con él en Columbia. Según mi padre, dos o tres días antes del golpe, se acercó a Batista y, casi al oído, le dijo: “Eso que van a hacer ustedes es una locura que les puede costar la vida si les falla algo. En esa locura estoy yo comprometido desde mucho antes del 4 de septiembre, por lo que quiero correr la misma suerte que corran ustedes”.
J) Batista cambió los destinos de Cuba, entrando a las 2 y 32 de la madrugada por la Posta 4 del campamento militar de Columbia, cuartel general del ejército, en un automóvil manejado por el capitán Luis Robaina. El capitán Dámaso Sogo, oficial de día, le dio la orden a los soldados que lo dejaran entrar. Un rato después, la soldadesca lo aclamaba, alborozada, en el mando central del cuartel. Era el inicio de un nuevo régimen que llevaría al país a la guerra civil y, eventualmente, a la Revolución.
K) Mi padre entró en Columbia aquella madrugada en el automóvil que iba detrás del de Batista, al lado de Andrés Domingo Morales del Castillo y de Justo Luis del Pozo y del Puerto. ¿Hizo bien? Por supuesto que no, pero hay que reconocer, al menos, que lo hizo para serle leal a su amigo de veinte años, a su cofradía política, a su partido, a su gente, a lo suyo. Debió haber pensado en ese momento que la lealtad mayor es a la patria, no al partido, pero ¿qué decir, entonces, de los miles de senadores, representantes, gobernadores, alcaldes, concejales y funcionarios públicos de todos los niveles que apoyaban a Prío Socarras hasta el día antes del golpe y después se unieron a Batista. Esos también fueron leales ... pero al dinero. Aquella rampante corrupción capitalista y la estupidez criminal del imperio, fueron los dos mejores aliados que tuvo Batista aquella madrugada para perpetrar el golpe de Estado.
¿Me decía la verdad mi padre al contarme todo aquello que precedió al 10 de marzo o mentía para exculpar, en parte, a su amigo Batista de un hecho que le trajo a Cuba tanta sangre? ¿No quería, realmente, Batista que Chibás se muriera para no tener que acatar la orden del imperio dando el golpe? ¿Pensaba, realmente, Batista que el pueblo lo iba a elegir en 1956 a pesar de que las encuestas en el 52 le daban tan solo un 6% en la intención de voto? ¿Se resistió, inicialmente, Batista --quien había sido siempre muy ambicioso-- a las presiones del gobierno de Truman para dar el golpe y sólo lo aceptó cuando lo amenazaron con encausarlo en EU y pedir su extradición? ¿Le decía eso a mi padre para justificar el golpe o era cierto que el imperio lo había chantajeado de tal forma?
No puedo responder a estas preguntas, pero si todo aquello que mi padre me contó hubieran sido sólo falacias, habría sido la única vez, desde mi nacimiento hasta su muerte, que me dijera una sola mentira.
Aquella mañana del golpe, el periodista Luis Ortega Sierra fue al campamento de Columbia a cubrir para el diario Prensa Libre un hecho que, por muy repulsivo que fuese para él, no dejaba de ser histórico –esto que sigue no me lo contó mi padre, sino que lo dijo el propio periodista en un artículo que publicó en El Diario-La Prensa, de Nueva York, con motivo de la muerte de mi padre en noviembre de 1996--.
Al poco rato, Ortega se encontró con mi padre, de quien era buen amigo. En ese momento llegaban a Columbia dos agregados militares de Estados Unidos a darle a Batista el tácito reconocimiento del imperio al golpe militar. Mi padre se acercó a Ortega, señaló con discreción a los militares yanquis y, mordiendo con fuerza el tabaco, como hacía cada vez que algo le disgustaba, masculló:
--Esos carajos fueron los que le dieron el crancaso.
El crancaso de esos carajos le costó a Cuba miles de muertes.
Dos 10 de marzo, un solo autor, el imperio ☼