Tiendo a escribir de manera impulsiva casi todo el día; es más una obsesión que un talento. A pesar que mi perfil profesional me exige mayor participación en investigaciones formales y artículos arbitrados, ya saben, esos que dan “caché”, pero que nadie entiende, prefiero mantenerme activo con mis artículos de opinión donde, sin salir de la formalidad académica, me vinculo más con ese potencial lector, que es para quien escribo, el cual tiene una vida aislada de las alma mater del conocimiento y a diario tiene que lidiar con la crisis, las colas, las tareas de los hijos y las infinitas acciones para cuidar su vida y la de los suyos, en un mundo líquido, sin mayor solidez que la de la esperanza y en apego a Dios.
Entre esos temas de interés, últimamente ha salido a la palestra lo concerniente a los valores y principios de los docentes, educadores en todos sus niveles, ante una devaluación inmensa de su salario y de sus condiciones de vida digna a la cual tienen derecho por ley y por principio fundacional de los derechos humanos reconocidos universalmente.
Desde el siglo XVIII, ha existido la historia de la educación, sus teorías, sus métodos; la educación influye en la sociedad manteniendo sus conocimientos, cultura y valores y afecta a los aspectos físicos, mentales, emocionales, morales y sociales de la persona. Desde hace unos 2.500 años, el filósofo Confucio propagaba los principios morales y éticos que rigen la conducta individual y las relaciones sociales, mientras la China feudal estaba sumida en la inmoralidad y la conspiración. El legado de Confucio pasó a Occidente y de allí a la interrelación y las relaciones sociales que aún persisten en el mundo moderno; los sistemas educativos iniciaron su periplo de formación desde la religión y mantenían las tradiciones del pueblo. Las escuelas enseñan, en estos países amerindios, no solamente religión, sino también los principios de la escritura, ciencias, matemáticas, arquitectura, entre otras disciplinas, producto de la experiencia de los países que la conquistaron. Es decir, se buscó prevalecer los principios de valores de la sociedad esclavizadora y relegar lo autóctono, lo originario.
En este aspecto, valga recordar que Sócrates (siglo IV antes de Cristo), consideraba la educación como factor fundamental para el ser humano, porque de allí era donde salían todos los conocimientos del hombre y que día a día era donde iba aprendiendo con cada actividad realizada. La educación, ha venido sufriendo ciertos cambios que la afectan en el mundo moderno; recursos limitados para el pleno ejercicio de la profesión docente y la existencia de normas morales que limitan las acciones de los docentes, vetándolos ante cualquier actuación que busca la reivindicación de sus derechos.
El asunto es más grave, la docencia, a sus inicios, fue vista como un servicio, no como una profesión; la dura tarea de los movimientos gremialistas ha sido darle la connotación de profesión. La modernidad influyó de una forma directa con la noción de profesión, este concepto surgió relacionado con las organizaciones y la división del trabajo, y como consecuencia de ello, la distribución de los servicios. El origen del calificativo de profesional, tiene un sentido religioso, ya que la religión la define como el acto que realiza aquella persona que comenzaba con una nueva vida incorporándose a una orden Ético o Reglado. Lutero, en su voz de Reforma medieval, lo incorpora desde la consideración de que el más noble contenido de la propia conducta moral consistía justamente en sentir como un deber el cumplimiento de la tarea profesional en el mundo, donde, quedan marcados dos elementos perfilados de la noción profesión: vocación y obligación. Vocación como la llamada a ocuparse o trabajar en una profesión determinada; y obligación como deber aceptado libremente en pro del desempeño de tal trabajo, que se convierte entonces en trabajo profesado o profesional.
La adjudicación del término profesional al servicio docente, ha marcado el inicio de una nueva ética educativa en cuanto al rol del docente en la sociedad y en la escuela. La ética, como ideal de la conducta humana, desarrollada en conjunto con el proceso de civilización, orienta a cada ser humano sobre lo que es bueno y correcto y lo que debería asumir, orientando su vida hacia la relación con sus semejantes y buscando el bien común. La ética, en el caso de la profesión docente, se consolida en el momento en el docente internaliza las normas, de tal modo que no sea preciso ningún tipo de presión exógena para su cumplimiento, aunque también surge cuando el docente se siente parte del grupo societal que le enmarca como profesión, captando determinadas pautas por la vía de las normas y tradiciones. El conocimiento de la ética no es casuístico ni arbitrario en la profesión docente, sino que corresponde a una organización racional, a una conjunción de voluntades y a las características de la comunidad que agremia a los docentes, y no es estático porque dichas comunidades gremiales evolucionan los valores y se transforma ante los factores del colectivo, como la economía, la política, la ciencia, entre otros.
En este sentido, el conocimiento de la ética es contextual, es decir, funciona en un espacio y tiempo determinados, se sustenta sobre una base filosófica que es general para muchos. Las personas tienen experiencias, crecen y aprenden; de las experiencias surgen guías de conducta, que tienden a dar dirección determinada a la vida y pueden ser llamados valores. Los valores son términos aceptados por un grupo para normar las actuaciones humanas y surgen de la reflexión, y ésta de la experiencia, es por ello que los valores son, en definitiva, experienciales. El docente moderno, en esa estética de su rol profesional, procede con desinterés, lealtad, veracidad, eficiencia y honradez. No aconseja ni ejecuta actos dolosos, ni hace aseveraciones falsas o maliciosas, que puedan desviarlo de su función. Como docente de profesión, no participa activa o pasivamente en lo que vaya en contra de los derechos humanos reconocidos mundialmente; preserva el respeto a su dignidad como persona y como profesional.
En concreto, su actuación profesional no es apresurada o deficiente en el objeto de cumplir con sus obligaciones, perfeccionándose permanentemente y manteniendo una vida pública y privada ejemplar. La conducta del docente moderno se debe ajusta a las reglas del honor y de la dignidad, entendiendo que su labor es de servicio público, y aunque su interés principal no es carácter lucrativo, si aspira ser retribuido en la misma condición de desprendimiento y generosidad como él se entrega a sus estudiantes; el docente moderno, contribuye al desarrollo de la personalidad, la formación de ciudadanos aptos para la vida, para el ejercicio de la democracia, el fomento de la cultura y el desarrollo del espíritu de solidaridad humana.
A todas estas: ¿Qué son actos contrarios a la ética de un docente? Las relaciones entre los docentes deben esta inspiradas en la sana competencia, la solidaridad profesional y la cooperación. Teniendo en cuenta que todos tienen como objetivo común el bienestar de los estudiantes y comparten la responsabilidad del constante progreso en los centros educativos. La buena relación humana entre los docentes es fundamental en sí misma, por la repercusión que tiene en la buena asistencia a los estudiantes y por la convivencia en el ámbito de trabajo colectivo. Contrario a la ética es difamar, calumniar o tratar de perjudicar a un colega por cualquier medio. La educación debe integrar metas, fines y propósitos, dirigidos al perfeccionamiento humano; cada persona tiene su propio patrón de valores, por esto se hace imperativo que cada quien, en la profesión docente, compatibilice sus valores con el ejercicio pleno de un servicio vocacional y peregrino que ejerce a través de la profesión docente.