Se puede decir que hay dos matrices conceptuales de la educación para la democracia. Una, de corte funcionalista, concibe la formación democrática como la de una ciudadanía reducida al ámbito público de las instituciones estatales y el juego de partidos políticos en la conquista de la representación y el poder. Se trata de una educación afín a una visión reducida de la democracia, una perspectiva de sistema que se entiende desde la teoría tradicional de la democracia representativa liberal schumpeteriana. Otra matriz, de corte crítica, entiende la democracia en clave sociocultural, como una cultura, como un modo de vida (Dewey), como un êthos. No reduce el término al ámbito de lo público ni lo comprime en un sermón de derechos y deberes ciudadanos vinculados a la constitución de las instituciones políticas del Estado y el respeto a la "sagrada" propiedad privada (de los medios de producción). Por el contrario, un concepto crítico de la educación para la democracia se entiende en relación con la formación de la personalidad en un mundo que se quiere diverso. En lo que sigue, me concentraré en una aproximación a este concepto.
Un concepto crítico de educación para la democracia parte del principio de la inseparabilidad de teoría y práctica pedagógicas. La teoría de una educación para la democracia ha de tornarse en práctica democratizadora de las instancias escolares y apuntar categóricamente a la democratización de las diferentes instancias sociales. Comenzando por el aparato escolar, la praxis pedagógico-democrática supone la convocatoria de todos los actores implicados en la construcción del saber y de la acción en la escuela. Directivos, trabajadores, educadores y educandos han de participar en la elaboración de las agendas escolares y la toma de decisiones, sin demeritar a priori a ningún participante y procurando enmarcarse siempre en una acción dialógica con clara voluntad de escucha (Ricoeur). Refiero directamente a agendas escolares vinculadas tanto a lo cognoscitivo como a la resolución de los problemas propios de la comunidad escolar y sus entornos, tanto a lo que se enseña y su justificación como a la identificación, discusión y resolución de los asuntos cotidianos y extraescolares.
Lo dicho tiene una dimensión epistemológica inseparable de las prácticas sociales escolares efectivamente existentes. El aparato escolar ha privilegiado el conocimiento institucionalmente calificado de científico (positivista) en desmedro de otros saberes estéticos, humanísticos, populares o del sentido común. En este vector, la escuela procura legitimar sus relaciones jerárquicas apelando al grado de dificultad y certeza de lo que enseña, afirmando un carácter de división entre funcionarios del saber e ignorantes, dando un carácter activo a los primeros e intentando reducir los segundos a la obediencia. Refuerza con ello una concepción monológica del saber y un tipo de relaciones más de corte autoritario que democrático, un tipo de relaciones que se objetivan en el campo administrativo escolar como jerarquía tecnocrática, en la cual los especialistas elaboran las políticas curriculares, los docentes las aplican y los educandos las reciben. Unos mandan, otros obedecen. Un concepto crítico de educación para la democracia debe impugnar esta lógica epistémico-social perversa, lógica que actitudinalmente nos educa para aceptar la autoridad de pequeños grupos a la hora de tomar las decisiones (políticas).
La escuela tradicional que hemos conocido, portadora de un saber monológico, fomenta por otra parte una visión competitiva en la que los individuos "mejor dotados", más disciplinados, más obedientes, mejores consumidores, ganan, obtienen el producto deseado: un certificado que sirve de pasaporte a un anhelado mundo laboral middle class. El examen individual, el pupitre individual (muy ortopédico por cierto), los utensilios siempre individuales, constituyen expresiones de un saber y unas relaciones escolares nada proclives a una construcción cooperativa y solidaria del mundo humano. En esto la escuela se mantiene acorde con la lógica imperante del mercado capitalista y su expansión global.
Este saber escolar monológico se cubre bajo el manto de la objetividad, pero no entra en los escabrosos terrenos de dar cuenta sobre qué entiende por la misma. Juega con la palabra, se vale de la socialmente extendida representación de que la objetividad es adecuación de un enunciado con la cosa enunciada, esto es, correspondencia entre lenguaje y mundo, entendiendo a éste último como materialidad externa al sujeto. Objetividad se opone aquí a subjetividad. Aquella es pura, esta está contaminada por prejuicios, prenociones, afectos, emociones, ideologías. Para alcanzar la objetividad hay que someter la subjetividad a un aparato metodológico aplicado a modo de receta para la descripción de lo real. Sabemos que esta representación resulta profundamente mítica, pero la escuela, los medios masivos de información, las redes sociales, las instituciones estatales juegan a diario con ella, procurando venderse como objetivas, como más allá del bien y del mal. Así, por ejemplo, el currículo escolar no se entiende como la construcción de los sujetos de la dominación, en nuestro caso del hombre blanco euro-norteamericano, con preferencia de credo protestante. No. En el currículo, se nos dice, está el saber de las ciencias y de la historia tal cual ellas son, como saberes purificados. Mas, sabemos que en esta historia y en esta ciencia la mirada del otro (mujer, no blanco, no europeo ni norteamericano) está marginada y la mayor de las veces omitida o simplemente vista como la ve la mirada de la dominación —es decir, una vez más, excluida. ¿Nos enseñan en la escuela por qué las mujeres, los no blancos, los no occidentales tienen tan poca participación en las artes, la literatura, las humanidades, las ciencias, la educación del cuerpo? ¿Nos enseñan a cuestionar los conceptos sustentados de artes, literatura, humanidades, ciencias o educación del cuerpo como conceptos elaborados desde un lugar de la dominación en la que lo elaborado por el otro no es arte, ni literatura, ni humanidades, ni ciencias, ni educación del cuerpo? Una educación democratizadora ha de impugnar este saber monológico para comprometerse con la otredad, especialmente la marginada, omitida, olvidada, excluida.
Una escuela democratizadora ha de hacer realidad (realizar) el cliché de que "no hay democracia sin ciudadanos informados". Pero para ello hay que romper con el socavamiento del significado de tan manida expresión, hay que darle sustancia. ¿Qué significa para los tiempos que corren un "ciudadano bien informado"? ¿De qué tendría que estar informado el ciudadano en una sociedad ampliamente mediatizada, capturada por la amalgama de grandes empresas capitalistas, partidistas, militares y mediáticas? ¿Acaso de lo qué es un batracio? Parece que la escuela tradicional realmente existente, la escuela bancaria (Freire), poco contribuye a informarnos de lo que más interesa informar para una democracia robusta en el siglo XXI: de la depredación ecológica asociada a los grandes intereses económicos, de estos mismos intereses asociados con las grandes maquinarias partidistas, con las grandes corporaciones mediáticas, con la industria militarista siempre presta a auxiliar a la lógica acumulacionista del capital globalizado.
De esta manera, una educación para la democracia, en clave crítica, siguiendo la impronta deweyana, ha de estar en función de que el ciudadano comprenda las fuerzas efectivamente dominantes en su mundo, fuerzas económicas, políticas, militares, mediáticas. Comprenderlas será el primer paso para quebrar la concentración del poder que sustentan, poder hecho dominación y opresión. Y es ésta la comprensión que precisa hoy un ciudadano bien informado.