El socialismo debiera ser entendido, antes que nada, no como modelo de Estado y gobierno sino como un programa histórico construido y postulado por las diferentes corrientes de la lucha popular. Bajo tal premisa se podrían evitar, quizás, algunos de los equívocos habituales al momento de planteárselo como alternativa revolucionaria frente al capitalismo; evitándose también los procedimientos que, a la larga, reproducirán la vieja estructura política y social que se pretende erradicar, como ocurriera en la extinta Unión Soviética, siendo ella el modelo más a la mano para entender que no basta con estatizar los grandes medios de producción y creando algunas nuevas formas de propiedad social, si se carece del dinamismo impuesto por la lucha de clases y la participación popular en la definición de las nuevas políticas públicas.
Se tendría, entonces, que evitar, mediante la lucha organizada de las masas por conseguir y consolidar definitivamente los cambios revolucionarios, que el mando político corporativo y burocrático establecido en todas las estructuras del viejo modelo de Estado (incluidos los partidos políticos, sindicatos y otras formas organizativas clásicas) bloqueé la perspectiva que tales cambios causen el cambio estructural que debe sufrir dicho Estado, de manera que se trascienda el marco de la victoria meramente político-electoral y se construya, en consecuencia, un nuevo referente político donde el protagonismo popular sea un elemento primordial.
Es necesario, por ende, acelerar las condiciones que permitan el desarrollo de un sujeto popular que garantice el dominio político del proceso revolucionario bajo las banderas del socialismo, sin lo cual cualquier tentativa distinta por producirlo podría desviarlo y hacerlo fracasar, ocasionando un grave retroceso en la lucha popular que fortalecería la posición hegemónica de los grupos dominantes.
En consecuencia, la hegemonía de la cual disfrutan las instituciones asociadas a la representación en la actualidad tiene que ser combatida, necesariamente, por las fuerzas populares en el mismo plano que éstas lo han hecho para legitimar su poder, pero simultáneamente en todos los escenarios posibles, tanto en lo que tiene que ver con el ejercicio de su soberanía como en todo aquello que permita organizar un poder (o contrapoder) popular que tense las relaciones habitualmente aceptadas con el Estado, de modo que pueda plantearse su sustitución y erradicación por uno completamente diferente y revolucionario. Para lograrlo es preciso promover desde abajo una sociedad sin clases, con instituciones y modos de vida encauzadas por costumbres y valores democráticos impulsados por el pueblo que respondan a sus necesidades y expectativas largamente postergadas, de forma que las viejas instituciones del Estado burgués y las relaciones de producción capitalista den paso a otras de carácter eminentemente popular y socialista.
Se hace preciso entonces fundar una democracia comunitaria o consejista, arraigada en las mejores tradiciones sociales y de camaradería de nuestros pueblos ancestrales (tanto americanos como africanos, sin excluir lo que pudiera valorarse igualmente de Europa en este sentido), la cual tendría que restringir y supeditar la jerarquización verticalista del Estado porque entonces carecería de sentido y mecanismos que la hagan una realidad consolidada, entendida ésta como una voluntad de revolucionar cultural y políticamente a la sociedad imperante, generándose así unos nuevos modos de vivir que hagan posible el socialismo revolucionario como un programa histórico centrado en la realidad presente de nuestros pueblos, elaborado y fundamentado por los diversos movimientos de la lucha popular.-
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