¿A quién intenta favorecer las leyes laborales capitalistas?
El primer Statute of Labourers tuvo su pretexto inmediato (no su causa, pues este género de legislación se mantuvo en vigor varios siglos enteros sin necesidad de pretexto alguno) en la gran peste que diezmó la población, haciendo –como hubo de decir un escritor tory- “que fuese punto menos que imposible encontrar obreros que trabajasen a precios razonables” (es decir, a precios que dejasen a sus patronos una cantidad razonable de trabajo excedente). Fue, pues, necesario que la ley dictase salarios razonables y delimitase con carácter obligatorio la jornada de trabajo. Este último punto, el único que aquí nos interesa, aparece reiterado en el estatuto de 1496 (dado bajo Enrique VII). Por aquel entonces, aunque jamás llegase a ponerse en práctica esta norma, la jornada de trabajo de todos los artesanos y braceros del campo debía durar, en la época de marzo a septiembre, desde las 5 de la mañana hasta las 7 o las 8 de la noche, pero puntualizándose del modo siguiente las horas de las comidas: una hora para el desayuno, hora y media para la comida del mediodía y media hora para la merienda; es decir el doble de lo que permite la ley fabril vigente en la actualidad. En invierno, la jornada duraba desde las 5 de la mañana hasta el anochecer, con las mismas horas para las comidas. Un estatuto dado por Isabel en 1562 para todos los obreros “contratados a jornal, por días o por semanas”, no toca para nada a la duración de la jornada de trabajo, pero procura limitar el tiempo de las comidas, reduciéndolo a 2 horas y media en verano y a 2 horas en invierno. La comida del mediodía sólo debía durar, según esta ley, una hora y la “siesta de media hora” queda limitada a los meses de verano, desde mediados de mayo hasta mediados de agosto. Por cada hora de ausencia se le puede descontar al obrero un penique de su salario.
Sin embargo, en la práctica, la situación de los obreros era mucho más favorable que en la ley. El padre de la economía política e inventor, en cierto modo, de la estadística, William Petty, dice en una obra publicada en el último tercio del siglo XVII: “Los obreros (labouringmen, que por entonces eran, en rigor, los braceros del campo) trabajan 10 horas diarias y comen 20 veces a la semana, los días de trabajo tres veces y los domingos dos; por donde se ve claramente que, si quisieran ayunar los viernes por la noche y dedicar hora y media a la comida del mediodía, en la que actualmente invierten 2 horas, desde las 11 hasta la 1, es decir, si trabajasen 1/10 más y comiesen 1/20 menos, podría reunirse la décima parte del impuesto a que más arriba nos referíamos. ¿No tenía razón el Dr. Andrew Ure cuando clamaba contra la ley de las 12 horas dictada en 1833, diciendo que era un retroceso a los tiempos del oscurantismo? Cierto es que las normas contenidas en los estatutos y mencionadas por Petty rigen también para los aprendices. Pero el que desee saber qué cariz presentaba el trabajo infantil a fines del siglo XVII, no tiene más que leer la siguiente queja: “Aquí, en Inglaterra, los niños no hacen absolutamente nada hasta que entran de aprendices y siendo ya aprendices necesitan, naturalmente, mucho tiempo -7 años- para perfeccionarse como artesanos”.
En cambio, se ensalza el ejemplo de Alemania, donde los niños se educan desde la cuna “en el trabajo, aunque sólo sea en una ínfima proporción”.
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