Con el advenimiento del nuevo siglo, los pueblos de nuestra América se han permitido a sí mismos transitar unas vías diferentes hacia el socialismo. Sin embargo, tal socialismo busca diferenciarse en esencia y procedimientos al conocido durante el siglo XX y que tuvo su espacio más prominente en la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), pero que -sin la participación popular y de los trabajadores- sucumbió víctima del sectarismo y del burocratismo. En este marco, el socialismo se nos presenta como la mejor alternativa frente al capitalismo depredador y excluyente, además de ayudarnos a resolver -aún sin una teoría acabada, ajustada a los nuevos tiempos y a la realidad social que se vive en nuestras naciones- el viejo dilema que siempre hemos enfrentado respecto a nuestro derecho a la autodeterminación y el imperialismo yanqui.
De esta manera, el socialismo del siglo XXI establece una diferenciación que, no obstante, ya venía anunciándose en las teorizaciones de José Carlos Mariátegui, el Che Guevara y de otros luchadores revolucionarios que no se contentaron con leer ortodoxamente los manuales soviéticos, sino que se plantearon trascender el aporte inicial de Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir Lenin; incluyendo lo propio de León Trotsky, así como de los ácratas Pierre-Joseph Proudhon, Piotr Alekséyevich Kropotkin y Mijail Bakunin, entre otros.
A pesar de ello, aún queda mucho trecho por andar al respecto, en especial en lo que atañe a la práctica. Así, los gobiernos latinoamericanos que se insertan en esta corriente, digamos ideológica, han implementado una serie de medidas y legislaciones tendentes a disminuir las desigualdades sociales y económicas existentes, impulsando mayores niveles de participación política de los sectores populares, en oposición a los intereses de las minorías hegemónicas tradicionales y, obviamente, del centenario imperialismo gringo. Al respecto, Atilio Borón (sociólogo argentino) expresa que “la idea del reparto de la tierra no equivale a socialismo, simplemente es un punto de ataque a lo que es la estructura y el funcionamiento de la sociedad capitalista. Pero quien haga un reformismo serio, sienta las bases para un proceso revolucionario. Entonces, si la revolución es un proceso, lo que es importante es ver cuál es el rumbo y la orientación que están tomando los diferentes gobiernos de América Latina”. Esto explicaría el reformismo inherente a estas acciones, las cuales no constituyen -ciertamente- una revolución en su acepción más aceptada.
En tal sentido, habría que considerar lo afirmado por Rosa Luxemburgo en relación a “quienes se pronuncian a favor del método de la reforma legislativa en lugar de la conquista del poder político y la revolución social y en oposición a éstas, en realidad no optan por una vía más tranquila, calma y lenta hacia el mismo objetivo, sino por un objetivo diferente. En lugar de tomar partido por la instauración de una nueva sociedad, lo hacen por la modificación superficial de la vieja sociedad”. Para este tipo de revolucionarios sólo basta la buena intención de hacer las cosas, quedando convertido el socialismo en mero adjetivo, sin la trascendencia revolucionaria que el mismo supone, instituyéndose en consecuencia un proyecto de sociedad alternativo, totalmente distinto a la del capitalismo y la democracia representativa.
Por lo tanto, el socialismo del siglo XXI tendrá que maximizar las expectativas liberación, democracia e igualdad, entre otras igualmente necesarias, de cada elemento social, así lo combatan los sectores reaccionarios y exista una tendencia a maquillar el orden de cosas vigente. De este modo, adquirirá una dimensión mayor a la de ser un simple adjetivo de moda.-
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