El cambio estructural planteado por la revolución socialista obliga a pensar y a trabajar activamente en la conformación de un Estado que sustituya, en todas sus expresiones y componentes, al viejo Estado burgués legitimado por la democracia representativa. Para ello es necesario que quienes integran las filas de la revolución estén completamente dispuestos a promover el cuestionamiento de todas sus manifestaciones y a no darle curso a las ambiciones personales que contravienen la consigna bolchevique de darle todo el poder al pueblo.
En esta tarea serían las mismas masas populares quienes le den la tónica requerida al nuevo Estado revolucionario, poniendo de relieve, en todo momento, los postulados fundamentales de la democracia participativa y protagónica, diferenciándolo de las viejas estructuras burguesas-representativas que, al sobrevivir mediante la práctica cotidiana de la nueva jerarquía política, obstaculizarían gravemente el avance y la profundización del proceso revolucionario, revirtiendo así sus logros.
En esta última situación, resultaría paradójico hablar de revolución entretanto se mantienen vigentes tales estructuras. Sin embargo, más delicado aún es que haya “revolucionarios” que se contentan con ejercer un cargo público, a su gusto y manera, sin considerar siquiera la posibilidad de concretar, por lo menos en el ámbito en que se desenvuelven, una innovación realmente revolucionaria y popular. Es imperioso, por tanto, que se conquisten espacios propios en los cuales el pueblo ejerza directamente la democracia, permitiéndose a sí mismo ejercer un control más real e inmediato sobre las instancias del poder instituido, de manera que exista una eficiente y transparente gestión administrativa. Quien se oponga a este escenario, invocando una falsa línea gradualista, pretendiendo conducir el cambio revolucionario a un paso que no violente las diversas estructuras económicas, sociales, políticas y culturales normalmente aceptadas, simplemente estará situándose en contra de la revolución y, por ende, en el bando de la contrarrevolución. Por lo tanto, la coyuntura política propiciada por la insurgencia espontánea de los sectores populares requiere que se produzca y discuta una teoría revolucionaria que sirva de guía a los mismos, sirviéndole igualmente de marco para que se discuta las características que delimitarán al nuevo Estado popular-participativo.
Como lo afirmara Lenin: “si el Estado es un producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase, si es una fuerza que está por encima de la sociedad y que ‘se divorcia más y más de la sociedad’, es evidente que la liberación de la clase oprimida será imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del poder estatal que ha sido creado por la clase dominante y en el que toma cuerpo aquel “divorcio”. Ésta sería la situación planteada por el reformismo y no por la revolución, de modo que la proyección de las líneas estratégicas de la revolución socialista tendría que dirigirse a su total sustitución y eliminación, contando para ello con la masiva y decisiva presencia de las masas populares. Todo ello sin que sea considerado algo prematuro, pero tampoco como algo que se pueda impedir ni obviar. Más aún: tiene que fomentarse sin desmayo ni sosiego. Todas las revoluciones anteriores perfeccionaron la máquina del Estado y lo que hace falta es romperla, destruirla. En este sentido, la revolución permanente no es el "salto" del proletariado o de los sectores excluidos socialmente, sino la total transformación del país bajo su dirección.
Otra cosa, atendiendo esta vez a Friedrich Engels, “cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad, será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener en la opresión; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de esta lucha, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión, el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad- es, a la par, su último acto independiente como Estado. La intervención del poder estatal en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro y se adormecerá por sí misma. El gobierno sobre las personas será sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no será ‘abolido’: se extinguirá” (Anti-Dühring o la subversión de la ciencia por el señor Eugenio Dühring). Quizás esto suene utopista, pero es la consecuencia que comprobaría si un proceso de cambio es o no realmente revolucionario. No es imposible, aunque exige de aquellos que lo fomenten una alta dosis de compromiso revolucionario, así como despojarse de toda noción preconcebida que contraríe la comprensión del hecho revolucionario y de los tremendos desafíos que éste contiene.-