Desde sus inicios, el capitalismo se ha caracterizado por la concentración y la formación de monopolios que, en consecuencia, generan desigualdades, miserias y explotación que son legitimadas bajo el principio de la libre empresa y la propiedad privada de los medios de producción. Esto ha supuesto la imposición de un conjunto de valores que, agregados al sistema de la democracia representativa, pretende ser la máxima expresión del raciocinio humano. De esta forma, el sistema económico del capitalismo sostiene los fundamentos materiales del Estado vigente, impidiéndose cualquier reacción de los sectores populares que atente contra los mismos, así ésta sea en búsqueda de un mejor cumplimiento de lo que se le ofrece a la sociedad en su conjunto.
Como bien lo determinaran hace algún tiempo los indígenas que integran el Ejército de Liberación Nacional (EZLN): (... Comprendimos) “que nuestra miseria era riqueza para unos cuantos, que sobre los huesos y el polvo de nuestros antepasados y de nuestros hijos se construyó la casa de los poderosos, y que en esa casa no podía entrar nuestro paso, y que la luz que la iluminaba se alimentaba de la oscuridad de los nuestros, y que la abundancia de su mesa se llenaba con el vacío de nuestros estómagos, y que sus lujos eran paridos por nuestra miseria, y que las fuerzas de sus techos y paredes se levantaron sobre la fragilidad de nuestros cuerpos, y que la salud que llenaba sus espacios venía de la muerte nuestra, y que la sabiduría que ahí vivida de nuestra ignorancia se nutría, que la paz que la cobijaba era guerra para nuestras gentes”. Al igual que ellos, mucha gente en el mundo contemporáneo ha comprendido que las bondades del capitalismo y de la democracia representativa son ilusorias. Esto ha resquebrajado la imagen creada por los intereses de las minorías capitalistas sobre la igualdad de oportunidades, tanto en lo político, lo jurídico, lo social y lo económico, que ha terminado por reivindicar la alternativa revolucionaria del socialismo.
Por ello mismo, las consecuencias negativas de las crisis periódicas del sistema capitalista, tal como ocurre en Estados Unidos y Europa, recaen sobre los menos favorecidos económicamente, otorgándoseles ayudas estatales a los grupos capitalistas, ignorando adrede las responsabilidades que tienen en la generación de dichas crisis. En atención a este “detalle”, habría que señalar también que en la actualidad las grandes corporaciones transnacionales ejercen un dominio tal sobre el funcionamiento de los Estados que sobrepasa la imaginación de cualquier ciudadano. De ahí que Mijail Bakunin afirmara que “el Estado es, fundamentalmente, un paradigma de estructuración jerárquica de la sociedad, necesario e irreductible en el espacio del poder político o dominación, porque este espacio es construido a partir de la expropiación que efectúa una parte de la sociedad sobre la capacidad global que tiene todo grupo humano de definir modos de relación, normas, costumbres, códigos, instituciones, capacidad que hemos llamado simbólico-instituyente y que es lo propio, lo que define y constituye el nivel humano de integración social. Esta expropiación no es necesaria ni exclusivamente un acto de fuerza; ella contiene y exige el postulado de la obligación política o deber de obediencia”. De la misma manera, pero ya a un nivel planetario, se procura que este deber de obediencia sea extendido a la humanidad entera, sin respeto por ninguna frontera, derecho o cultura, lo que ha uniformado las protestas ocurridas en diversas naciones rechazando las medidas que, sobre sus espaldas, deciden tales corporaciones, conformando éstas un dominio multinacional entrelazado de dólares.
La democracia, en este caso, representativa, ha demostrado ser inapropiada para las exigencias y necesidades de la actualidad. Aún aquella que se funda sobre los principios de la participación y el protagonismo populares tiene que demostrar su capacidad para resolver el viejo dilema de las relaciones de poder y las injusticias, disparidades y explotación que secundan al capitalismo, instituyéndose -por consiguiente- un derecho a la desigualdad que pocos están dispuestos a aceptar pasivamente.
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