“Espectros”, fue el primer título que Marx pensó para su best seller, El Manifiesto Comunista. Conjurar de nuevo los espectros, tirado de la mano de Balzac y de Shakespeare para dar cuenta del espíritu de una época, era la tarea del genio de Treveris. Asegurarse hoy que el espíritu de Marx está vivo, es una tarea titánica que enfrenta a aquellos dogmatismos liberales que examinan a un paciente sano repitiendo la letanía redundante de: “El cadáver está muerto, es imposible su actualización y recuperación”; por un lado y por el otro, algo más peligroso aún, los que apoltronados en el apolillado chinchorro de las seguridades que exclaman: “ciencia marxista, materialismo dialéctico y toda otra suerte de jerigonzas que no hace otra cosa que clavarle un puñal por la espalda a un pensamiento que todavía se muestra vigoroso, a pesar del frágil favor que le hacen sus fans y de la defensa que dichos acólitos realizan a diario desde un mesianismo positivista. Romper la censura, el prejuicio, avanzar sobre el estigma que le etiquetan unos y otros, es la apuesta intempestiva de quienes tomamos partido por un Marx resucitado por la fragua de los tiempos que corren. Un Marx elástico, atlético y renovado que ha saldado cuentas pendientes con la experiencia soviética reciente y que se prepara para contestar con fuerza a los arrebatos de la lógica del capital en su metabolismo y así asaltar la trampa jaula del sentido común. No se trata entonces de leer un libro de Marx sino de intentar otra lectura, en el marco de la derrota histórica de aquellos que se reclamaron como sus herederos y de los otros, los que celebraron demasiado pronto su muerte y se arrimaron prestos al festín del mercado. Una política de la amistad con aquellas categorías marcianas como plusvalía, opacidad, subsunción y desde allí, clases, lucha de clases, resulta para nosotros de lo más tentador. Lo que sigue de aquí, con Derrida, no es más que un ensayo en la noche, un grito de libertad que alumbre como faro dentro del largo invierno de la crisis mundial del capital. Sería esto un cohabitar con su fantasma y por qué no, también una suerte de biopolítica de la herencia, la memoria y sus pasiones, es decir, un re implantarse en el terreno de todas nuestras luchas, sus generaciones y sus tiempos. Marx entonces viene a ser otro de nosotros, el que está allí aunque no está presente. Por eso hay que hablarle al fantasma y con él, con el presente para que el futuro sea ya; sea futuro actual del trabajo emancipado y transfigurado en libertad y no en la mercancía. Pero el totalitarismo terrorista de la violencia capitalista ha hecho su trabajo y se siente el estrago de sus efectos en el exterminio en masas emprendido contra Marx. Lo sabemos cada vez que topamos con alguno de sus restos. Sin embargo y paradójicamente, allí queda también el rastro de un Marx vivo, que contemporáneamente nos habla de un presente haciéndose también aquello que nos llega desde y proveniente del porvenir, lo que va modificando el presente. ¿Dónde está Marx entonces? Tan sólo una pista para la respuesta: yendo hacia él. En la disyunción. En ese no lugar que va siendo; en el desquiciamiento producido por el conatus de la ocurrencia del devenir acontecimiento que hace que la presencia del espectro sea ahora, a un tiempo, muchos tiempos de lo que puede ser. Lo podemos encontrar también en los gestos cotidianos que nos permiten predecir y confirmar que la vida puede ser vivida de otro modo. En términos de Marx, porque el modo es la forma de expresión del tiempo en el presente vivo y todo modo puede ser superado. ¿Pero a qué viene todo esto? A que El Viejo Topo una vez más está de cumpleaños y desde su tumba su fantasma está de moda y recorre al mundo, y nos recita vigorosamente estos versos de Hamlet: “-El espectro (bajo tierra): Calma, calma espíritu inquieto…
-Hamlet: El tiempo está fuera de quicio ¡Vamos, entremos juntos!!
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