Frente al pensamiento unidimensional que han tratado de imponer al mundo el imperialismo yanqui y sus socios de la OTAN desde que se autoproclamaran vencedores de la Guerra Fría con la implosión de la URSS, se hace inexcusable la defensa y la preservación de la diversidad cultural de nuestros pueblos, sin que ello pueda descalificarse, aduciendo que es algo anacrónico y contrario al espíritu cosmopolita que debiera prevalecer en la humanidad del siglo XXI, dado el auge creciente de las telecomunicaciones y de la informática que nos haría ser una aldea global, según el pronóstico del filósofo canadiense Marshall McLuhan. Gracias a ello, las clases dominantes han “descubierto” una nueva estratagema para conservar y asegurar así su poder frente a las mayorías populares, haciéndoles creer a éstas que la formula mágica para salir de los muchos apuros económicos que padecen en la actualidad se resolverán mediante la aplicación del recetario neoliberal, enganchando las economías nacionales al carro de la globalización controlado por las grandes corporaciones transnacionales.
Por eso, el planteamiento fundamental del socialismo revolucionario de transformar las relaciones de poder y de dependencia que caracterizan a las naciones “tercermundistas” de Asia, de África y de nuestra América tiene que fundamentarse también en la cultura de cada una de ellas, asegurando su continuidad, enaltecimiento y difusión; en consonancia con lo afirmado por Antonio Gramsci respecto a que "no hay revolución sin revolución cultural". En ello residirá una de las mayores fortalezas con que pueda contar cualquier revolución socialista ante las pretensiones “universalistas” de quienes han asumido el rol de máximos jerarcas del planeta, pisoteando la soberanía, los derechos humanos y las culturas autóctonas de nuestros pueblos con la finalidad de imponernos una cultura consumista, según los intereses mercantiles de las grandes empresas capitalistas de Estados Unidos, Europa y Japón, en una combinación altamente letal de Estados y capital privado que amenaza, incluso, con acabar toda la vida existente en La Tierra.
De ahí que, teniendo en cuenta que la revolución brota como un salto violento en el seno de una acompasada y contínua marcha de la sociedad hacia niveles superiores de vida, libertades y convivencia, cabe aseverar que dicha marcha sólo será posible si oponemos los valores culturales de nuestros pueblos al afán arrollador y destructivo del imperialismo binario representado por Estados Unidos y sus socios de la OTAN, colocando dichos valores como barrera infranqueable que garantice nuestra completa independencia. Más aun cuando la construcción del socialismo revolucionario requiere de una nueva hegemonía (de índole popular, no populista) y de nuevos paradigmas que erradiquen para siempre los antivalores generados por el sistema imperante, en un proceso permanente de descolonización del pensamiento que nos permita situarnos con propiedad en el contexto internacional actual, sin subordinaciones de ningún tipo.
La revolución socialista tiene ante sí, por tanto, el reto histórico de no simplemente sacudir y destruir las estructuras económicas capitalistas sino también de descubrir, sacudir y destruir los antivalores que las legitiman mediante una acción cultural consecutiva y re-creadora de los valores que nos identifican como pueblos. Sin tal acción, cualquier proceso revolucionario socialista tendrá dificultades para desarrollarse y asentarse, cayendo, irremediablemente, en las aguas del más rancio reformismo socialdemócrata, frustrándose las aspiraciones populares al obviarse tan importante medio para afrontar eficazmente la voracidad del imperialismo yanqui y de quienes lo secundan en todas sus operaciones económico-militares.-
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