La posibilidad de estatuir un orden social más justo que el vigente, siempre ha sido una aspiración común y constante de los pueblos del mundo, aun de aquellos regimentados por castas o estratificaciones de diverso origen. Ello ha marcado, indudablemente, la marcha de la historia a través del tiempo, sacudida muchas veces por saltos cualitativos que encajan en lo que conocemos comúnmente como revolución, dada la contundencia y la irreversibilidad de sus acciones, imponiendo nuevas realidades por vivir. De este modo, la historia evoluciona. Cada época viene a ser sustituida -en uno u otro sentido- por otra de nuevo tipo, exigiéndose la necesidad de unos paradigmas más acordes con los imperativos del momento. No obstante, esta (r)evolución, al partir de una realidad concreta, arrastra consigo viejos paradigmas que generarán, tarde o temprano, contradicciones y algunos retrocesos que causarán la impresión que no se ha hecho nada y todo sigue igual que antes. Frente a ello, pocos advierten que se requiere actuar con la predisposición de generar cambios sustantivos en la estructura social, económica y política de la sociedad que, a su vez, estén sustentados por acciones de carácter pedagógico que se traduzcan en la adopción de una nueva conciencia, emancipada de los tabúes y prejuicios del pasado, tanto en lo individual como en lo colectivo. Esto último -es de reconocerse- no constituye una tarea nada fácil, lograble a corto plazo, puesto que ella choca contra la cotidianidad que envuelve a la generalidad de las personas, cosificadas por el sistema hegemónico del capitalismo y acostumbradas como están a existir (no vivir) sin una conciencia propia que les permita indagar realmente sobre las causas que las condenan a unas condiciones de sobrevivencia, miseria y explotación sin aparente final, resignándose cada una, a su manera, a alcanzar un paraíso prometido tras la muerte, adoctrinadas por muchas religiones que le hacen el juego a los sectores dominantes.
Por ello, al plantearse una revolución de contenido popular y socialista, se debe reafirmar la necesidad de cambios que motivara la insurgencia (pacífica o violenta) de los sectores populares contra el orden establecido, sobre todo en lo que respecta al funcionamiento y las estructuras del Estado, concebido éste para servir de muro de contención, de coacción y de legitimación de las minorías gobernantes, por lo que no se puede excusar la misión de transformarlo radicalmente en función de los intereses y la soberanía de las mayorías. Esto implica echar mano a herramientas legales y extralegales que propicien la organización, la participación, la formación teórica y el protagonismo del poder popular, de manera que éste adquiera una autonomía funcional frente al Estado mismo, así como de sus intermediarios tradicionales, es decir, los partidos políticos. Es preciso, por tanto, producir un estado de efervescencia social que impulse cambios constantemente en lo político, lo social y lo económico (extendiéndose a lo cultural e, incluso, a lo espiritual) con la finalidad de construir una realidad absolutamente diferente y revolucionaria. Sin embargo, hay que advertir igualmente que esto -sin una efectiva y consciente participación del pueblo, obligado a un acompañamiento puramente pasivo o electoralista sin mayor trascendencia- podría convertirse en una aspiración más, frustrándose su concreción.
Hará falta, entonces, que los grupos revolucionarios se profesionalicen de alguna forma, dedicados a hacer la revolución socialista en todos los ámbitos de la vida social, al mismo tiempo que dan nacimiento a las tesis que recopilarán y definirán las diversas experiencias revolucionarias populares que tendrán lugar, en un proceso continuo de debates y propuestas que sirvan de referencia -sin ortodoxia alguna- a aquellas que puedan surgir en otras latitudes. Se debe confrontar el dominio ideológico-cultural del sistema capitalista, desmenuzando sus soportes (presentes en la educación, la religión, la cultura, los medios de información masivos y, en la cresta de la ola, el consumismo que nos induce a mantener un estilo de “vida” poco diferenciado al uniformarnos y condicionarnos en cuanto a gustos, comportamientos, valores y usos), que enclavan las relaciones de dominio y de explotación en la conciencia de cada uno. En la medida que ello se vaya acentuando y extendiendo entre los sectores populares, tendrá cabida la posibilidad de estatuir siempre un orden social más justo que el vigente.-