Las evidentes contradicciones que presenta el proceso revolucionario venezolano tienden a manifestarse con creces, a medida que éste se adentra en nuevos rumbos y posibilidades, sin haber definido completamente los ya transitados. La más resaltante de tales contradicciones tiene que ver con el hecho de que se habla de revolución en tanto se mantienen intactas las estructuras del Estado, heredadas del puntofijismo. Y ésta resalta porque en ella están incubados, precisamente, los elementos que podrían amenazar seriamente el avance y la profundización revolucionarios: el burocratismo, la ineficiencia y la corrupción administrativa, males que socavaron, a la larga, las bases del reformismo puntofijista y que, eventualmente, podrían lograr lo mismo con el proceso bolivariano en Venezuela.
Esta amalgama de reformismo y revolución en las estructuras del Estado venezolano no ayuda realmente con la tarea revolucionaria de hacer la revolución y, menos, de darle poder al pueblo. Quienes crean que esto es posible ignoran estúpidamente que éste se halla colmado de funcionarios que excluyen la presencia decisiva del pueblo y privilegian la de una minoría especializada que se reserva, al final, el derecho de decidir. Hace falta que exista, por tanto, la convicción de que sólo arrebatándole espacios al poder constituido, sea cual sea la vía utilizada, se concretará la democracia participativa; es decir, saltarse esa actitud que nos hace esperar que sea la Providencia o el Presidente Chávez quienes amolden las circunstancias a nuestros requerimientos o deseos para luego actuar.
Es imprescindible que la revolución marche al paso que le impriman las masas populares, de forma que se haga absolutamente irreversible y adquiera las características distintivas de una revolución netamente popular. Sólo en la medida en que el pueblo asuma el control pleno del Estado, destruya las viejas instituciones públicas y, en su lugar, erija otras nuevas, más acordes con los tiempos y necesidades populares. Entre tanto no se produzca esto, habrá siempre el riesgo de que todo sucumba y se restaure el viejo orden aparentemente demolido.
Sería necio e ingenuo desconocer –como lo señalara Miguel Ángel Hernández en uno de sus artículos- que “la burguesía y el imperialismo siguen controlando los principales mecanismos del poder estatal. Quizás no estén en este momento ejerciendo directamente ese poder, a través de sus partidos históricos (AD y COPEI), pero sus intelectuales, sus funcionarios, sus técnicos, aún permanecen en el seno de las instituciones del Estado. Permanecen agazapados, en la Asamblea Nacional, en los ministerios, en los Tribunales, incluyendo al TSJ, en el CNE, en la Fuerza Armada, en las policías, en las alcaldías y gobernaciones, en PDVSA y en las industrias básicas. Siguen reproduciendo sus intereses, sus aspiraciones, su cultura, a través de los medios de comunicación social, en las escuelas privadas, en las universidades”. Todavía más: chavistas, bolivarianos y “revolucionarios” los secundan al obstaculizarle al pueblo el espacio que le pertenece, adhiriéndose a los esquemas de la democracia representativa y usurpando la soberanía popular.
Todo esto implica que las viejas estructuras del Estado puntofijista tienen que resentirse por la acción decidida y consciente de las masas revolucionarias. De hecho, el salto adelante que marca el Presidente Chávez apunta a crear las condiciones para que ello sea posible en mediano plazo mediante la sustitución progresiva o radical de éstas, llámense alcaldías, gobernaciones, juntas parroquiales, concejos municipales, consejos legislativos y otras que pudieran impedir la concreción de la democracia participativa. Con ello se daría un primer paso para enraizar la revolución bolivariana y deslastrarla de toda influencia reformista gatopardiana, originando, en su lugar, un cambio estructural radical en el resto de la sociedad venezolana, resolviéndose de modo definitivo la ambivalencia en que se halla, oscilando entre la reforma y la revolución.