No te envidié el 4 de febrero de 1992 cuando tuviste el doble guáramo de insurgir contra la dictadura representativa instaurada 34 años antes, y de asumir las consecuencias de aquel heroico acto.
Tampoco me hiciste coco cuando fuiste el primer Presidente en visitar Irak, luego del acoso gringo al que fue sometido ese país hermano, ni cuando visitaste a Fidel en repetidas ocasiones. Total, el barbudo de la Sierra Maestra cubana también es pana nuestro desde que éramos unos chamos.
Para nada nos empichacó una gota de celos cuando ganaba Magallanes y perdía La Guaira, porque cuando fue al revés, mire caballero, eso era como obtener el campeonato y ¡más si estábamos en el estadio!
Para nada sentimos ganas de ser como tú, cuando todo el mundo decía “qué bueno es. Es un santo. Trabaja mucho por el pueblo”. Al fin y al cabo, era tu trabajo y lo supiste siempre. De otra forma no hubiese tenido sentido aquel compromiso público donde te escuchamos decir: “Me consumo y me consumiré de por vida al servicio pleno del pueblo venezolano. Lo haré gustosamente. Me consumiré todo lo que me quede de vida, así lo juro y lo prometo delante de mis hijos y mis nietos”.
Pero, ¿sabes qué? Llegó el momento: ahora sí, compadre. Ahora sí tengo envidia. Tu partida fue como la hemos deseado siempre quienes creemos que antes de irnos, hay que dejar huella, profunda huella.
La mejor pisada, sin abrigar ningún tipo de duda, es la que marca la entrega de la existencia a favor de la patria. En eso, me llevas una morena. Me la llevaste siempre.
Aunque no partes satisfecho del todo, lo haces con la convicción de que el poco tiempo que tuviste fue muy bien aprovechado. Ello te hace merecedor de cuantos títulos puedas recibir.
Un fuerte abrazo, Comandante. Tu pensamiento, sembrado en extensas mentes fértiles, seguirá retoñando. Quienes acá quedamos, lo hacemos con el compromiso de mantener y superar tu obra, pues es muy bello tener conciencia de que morir por la patria es vivir.
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