En palabras de Mabel Thwaites Rey, en Autogestión social y nuevas formas de lucha, los revolucionarios “debemos caminar permanentemente en esa tortuosa contradicción de luchar contra el Estado para eliminarlo como instancia de desigualdad y opresión, a la vez, luchamos para ganar territorios en el Estado, que sirvan para avanzar en nuestros conquistas”. Desde muchísimo tiempo se reconoció que el Estado es algo ajeno o alejado de la sociedad, la cual es sometida a su control y omnipotencia. De hecho, quienes justifican su vigencia, aduciendo que él sirve para armonizar las relaciones sociales desiguales, olvidan que éste siempre tiende a mantener incólumes las estructuras de la sociedad, evitando o reprimiendo cualquier asomo de subversión que ponga en peligro el orden establecido. Además de ello, la estructura de clase que integra la burocracia estatal hace que sus decisiones tengan visos nada democráticos, lo que compromete más sus actuaciones a favor de una clase social determinada: la burguesía. En este caso, el Estado no es neutral, es una máquina de dominación impersonal que responde perfectamente a los intereses de la clase burguesa dominante.
Según Federico Engels, “siendo el Estado una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para someter por la violencia a los adversarios, es un puro absurdo hablar de un Estado `popular y libre´. Mientras el proletariado necesite del Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado, como tal, dejará de existir”. No obstante, conocemos cómo los diversos procesos revolucionarios habidos en la historia humana sucumbieron víctimas del burocratismo y los intereses de Estado, al no desarrollarse en su seno formas organizativas democratizadoras en manos del pueblo que pudieran contrarrestar la excesiva influencia de ambos. Se presenta así el dilema que ha de enfrentar toda revolución, si es verdadera: producir realmente el cambio estructural, de modo que se modifiquen radicalmente las relaciones sociales y se invierta la forma piramidal del poder; o nada más se limita a cambios cosméticos que suavicen o amortigüen el antagonismo de clases, con lo que dejaría de ser una revolución para convertirse en simple reforma. Esto supone adoptar una posición bastante clara respecto a las líneas de acción que guiarán a los revolucionarios para conseguir distinguirse cabalmente de los reformistas, atacando frontalmente los viejos vicios del Estado en la etapa de transición y ensayando nuevas expresiones de poder, protagonizadas, sobre todo, por las masas populares. “No se trata de cambiar –en afirmación de Aram Aharonian, director de Question latinoamericana- para seguir siendo o haciendo lo mismo. El cambio debe ser cultural y los principales actores de ese cambio debieran ser los dirigentes, muchos de ellos olvidados de la necesidad de crear, de inventar esta revolución, y mucho más propensos a `comprar´ proyectos e ideas al mejor estilo del ta`barato”. Es imperativo, entonces, desenmascarar la ficción del Estado en tanto estructura con intereses definidos en beneficio de la clase dominante y en oposición a la amplia mayoría dominada, la cual tiene que recurrir, las más de las veces, a las protestas y a las exigencias violentas para que sean satisfechas sus reivindicaciones más sentidas.
Si hablamos de una transformación del Estado actual en un Estado revolucionario o popular, tendríamos que modificar o eliminar, desde la raíz misma, el orden económico y el social, dado que las bases sobre las cuales se asienta pertenecen a la sociedad burguesa, aun cuando sus matices nos hagan creer en una “profunda” vocación democrática, con inclusión de los sectores populares. Es imposible concebir un Estado revolucionario o popular con las mismas características y funciones que el viejo Estado a derribar. En lugar de ello tiene que advertirse que, en todo caso, su existencia será transitoria, una vez que el antiguo régimen ya esté totalmente desaparecido al ejercer las masas directamente el poder. Sería una completa incongruencia magnificar el papel del Estado en un proceso revolucionario que apunte a darle todo el poder al pueblo, como rezaba la antigüa consigna de los soviets en 1917. y lo es más cuando éste se enmarca en la democracia participativa y protagónica, de forma que sea definitivamente superada la democracia representativa y, con ella, la obsoleta forma de Estado.-
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