Si consideramos en detalle los elementos constitutivos del socialismo revolucionario, convendríamos en que el mismo supone la erradicación total del viejo sistema político, económico y social que rige nuestras vidas, con toda la carga ideológica que ello implica. Así, a diferencia del orden establecido, los revolucionarios tendrían que imponerse el logro de, por lo menos, tres grandes propósitos de carácter colectivo, como lo son: el bien común, una producción realmente socialista y el poder popular. En consecuencia, se requiere oponer a la concepción y la práctica de la democracia representativa tradicional una democracia participativa y directa que garantice a plenitud el control, los intereses y el poder decisorio de las amplias mayorías, en el entendido que la soberanía reside verdaderamente en el pueblo. En un segundo lugar, los mecanismos de explotación capitalistas tienen que dar paso a unas nuevas relaciones de producción que privilegien la condición humana de los trabajadores y la interacción armónica con la naturaleza, sin más interés que el bien común y no el de una clase social privilegiada. Y, por supuesto, en un plano mayor, tendría que existir un poder popular capaz de asumir los dos propósitos expuestos, de una manera autónoma, desarrollándose a su propio ritmo y cumpliendo funciones específicas de autogobierno. Sin embargo, es obligatorio advertir que tales propósitos revolucionarios no se obtendrán de la noche a la mañana, por decreto o de modo automático, gracias a la voluntad de una vanguardia revolucionaria esclarecida, sino por el impulso decidido y la conciencia revolucionaria de quienes constituyen los sectores populares. De otra forma, todo el empeño puesto en hacer posible la revolución socialista derivaría -inexorablemente- en simple reformismo socialdemócrata, quedando todo en un estado similar al que se pretende cambiar, sólo que ahora con otras denominaciones.
Todo esto implica entonces el surgimiento de nuevas formas y escenarios de participación directa que, a su vez, permitan activar un proceso constituyente permanente que transformen radicalmente la sociedad, el sistema económico capitalista y el Estado burgués-liberal vigentes; teniendo presente que -como bien lo indicara Rosa Luxemburgo- “solo la experiencia está en condiciones de corregir y abrir nuevos caminos”. Haría falta propiciar espacios de encuentro y de articulación de acciones, experiencias y propuestas de individualidades y de movimientos populares revolucionarios, dispuestos a deponer actitudes sectarias y a construir una plataforma revolucionaria unitaria. De esta manera podría encauzarse consciente y organizadamente la construcción del socialismo revolucionario y, por ende, del poder popular que ha de caracterizarlo siempre.
En coincidencia con lo que afirmara Miguel Mazzeo en su libro El sueño de una cosa, “en lo esencial, hay que apostar por la ruptura: las formas de mando deben ser legítimas (del tipo mandar-obedeciendo), subordinadas a una comunidad consensual y crítica y, además, transitorias. El mando debe concebirse fundamentalmente como dirección descentrada (múltiples mandos que pueden articularse en determinadas circunstancias), como un oficio no externo respecto del sujeto colectivo de la transformación y como una función no diferenciada y especializada destinada a ser ejercida por aquellos que detentan un supuesto saber revolucionario”. Es decir, las estructuras de poder (poder en su acepción más amplia), altamente burocratizadas, representativas y autoritarias, tendrían que desmontarse en función de un mayor protagonismo y control colectivos, despersonalizándolas y desjerarquizándolas, subordinadas (como debe ser) a la soberanía popular.