Sobre esa base, resulta obvio que los salarios formen parte intrínseca del precio y a este sean cargados tan lineal y directamente como el resto de los demás factores intervinientes en el proceso de producción.
Así las cosas, cada nuevo incremento del salario nominal, dispuesto por el gobierno o convenido en libres contratos obrero-patronales, pega directamente en el bolsillo del consumidor, un incremento que luego de ser pasado por los libros de fábricas e intermediarios se reincrementa con el aditivo de la alícuota de ganancia absoluta que recibirá, tal como lo hace todo tipo de costo de fabricación y compraventas.
Digamos que, en honor a la verdad, los incrementos salariales son contraproducentes para el beneficiario trabajador, a menos que el Estado soberano se deje de esas bolserías burguesoides, esas mismas que alberga todavía, dada la alienación heredada sociológicamente en sus ministerios-con rarísimas excepciones-y decida congelar precios durante un tiempo prudencial y obligar a los patronos a traducir el incremento salarial en un desincremento de sus ganancias relativas,a rebajar su tasa de ganancia existente antes de cada nuevo incremento salarial.
Que sean los patronos los que contribuyan al rescate del poder adquisitivo del salario, habida cuenta de que ellos y más nadie son el causante directo de las inflaciones que suelen arrastrar todos los ajustes del salario.
[1] Estos costos primos datan de los tiempos más arcanos, y de las técnicas productivas más incipientes o de mayores deficiencias tecnológicas, de aquellostiempos cuando no se usaba herramientas costosas ni maquinarias, ni se pagaba alquileres.