El domingo 8 de agosto de 1971 Hugo Chávez Frías ingresó a la Academia Militar. Aquel muchacho, “simple y provinciano”, de 17 años –cuyo gusto por el beisbol sufrió un viraje hacia el atuendo verde olivo–, jamás pensó que, 28 primaveras después, se enrumbaría a cambiar el destino de la política contemporánea de Venezuela.
Llegó a Caracas casi al amanecer en un autobús de pasajeros proveniente de Barinas. Un tanto asustado porque iba solo, pues los pasajeros descendieron en la medida que la máquina avanzaba. De pronto apareció la ciudad: La estación de Nuevo Circo, en medio del caos capitalino, hacía, para Chávez, un espectáculo “indescriptible” que era “adornado” con las “casas de cartón” que refirió el cantor Alí Primera.
Jamás imaginó que la cuna del Libertador estuviera cercada por un “gigantesco cinturón de miseria” que se derramaba por las colinas. Más tarde entendió que eso era el resultado de lo que los sociólogos llamaban técnicamente “éxodo rural”; consecuencia de la política de abandono del campo por los gobiernos de turno.
MEMORIAS EN AZUL
La “casa de los sueños azules”, como le decía a la institución educativa castrense, le fue dura: De casi 200 aspirantes que ingresaron más de la mitad había sido eliminada por no soportar la carga física y académica que les impusieron. La mayoría de los alumnos provenía de las zonas populares y campesinas del país.
“Quizás por eso la oligarquía siente animadversión hacia lo militar. Es una repugnancia histórica; las clases ricas ven a un cuartel como cosa de populacho”, criticó Chávez, en conversación con el periodista español Ignacio Ramonet, quien luego sistematizó ese diálogo en un libro titulado “Mi Primera Vida”.
Por eso años, Chávez escribió innumerables cartas a su familia. Investigaba lo que más podía. Aquel afán por aprender nuevas cosas le agotaban la agenda que guardaba celosamente en su memoria.
En una oportunidad, el brigadier Oscar Enrique González Peña –quien luego sería comandante del Ejército de Colombia entre 2008 y 2010–, jefe de pelotón de “los nuevos”, encontró dormido a Chávez, con unos cuadernos y libros a su alrededor, a eso de las tres de la mañana y lo despertó:
—¡Recluta!, ¿qué hace usted aquí a esta hora?, interrogó.
El Tribilín de Sabaneta no supo qué responderle, pero González Peña se percató que el cansancio por la lectura hizo caer los párpados del futuro oficial.
—Lo felicito, estaba usted estudiando. Es un buen cadete, un buen aspirante, pero ahora vaya a acostarse, le ordenó, mientras Chávez corrió a su recámara sin dejar rastro a su paso.
Durante los tres primeros meses no pudo salir del recinto. Todo el grupo estaba sometido a una estricta disciplina castrense de formación. Cuando se le permitió la visita, su mamá, doña Elena Frías de Chávez, se puso a llorar al verlo. Lo encontró muy delgado, con los pómulos pronunciados, cual esqueleto, a pesar de la buena alimentación con la que contaba.
EL PARTO DE LA HISTORIA
Para Chávez, la academia era “el vientre de una segunda madre” donde formó sus primeros pasos en la rebeldía y en el plano ideológico que le permitió entender que el sistema capitalista no era una opción real para el mundo.
“Uno vuelve a nacer cuando ve la luz de las ideas y de la conciencia. En ese reciento surgieron en mí las motivaciones políticas”, relató Chávez, convencido de que sin la influencia de los militares no hubiera sido posible romper el muro edificado por el Pacto de Punto Fijo, tal como ocurrió más adelante, cuya acción “prendió fuego a la pradera”.
Esas llamas emergieron el 4 de febrero de 1992 cuando, luego de una década de planificación, lograron la rebelión militar que produjo un impacto en el consciente colectivo que despertó al pueblo de un largo letargo en el que estaba sumido.
La fecha no fue la escogida, producto de la traición del capitán René Gimón Álvarez, que se pasó al bando de los leales al presidente Carlos Andrés Pérez, a quien los rebeldes querían capturar y conducirlo al puesto de comando del Museo Histórico Militar y presentarlo al país como un mandatario preso, pese a las pocas probabilidades de éxito.
En efecto, el cometido no se logró. Todos los involucrados fueron capturados y Chávez, con el “Por Ahora”, que partió la historia, auguró tiempos mejores en un futuro, dejando abierta la posibilidad para que las fuerzas progresistas llegaran al poder.
Chávez consideró que la cárcel de Yare –donde estuvo recluido tras la insurrección– se convirtió en el epicentro de un “torbellino político”. Las masas habían percibido que la intentona no era un golpe militar clásico, que era algo diferente, “realizado por una generación de jóvenes oficiales muy representativos del pueblo”, quienes buscaban un destino mejor ante el desastre al que llevaron al país.
La postura erguida se mantuvo en cada momento. Una llamarada de amor se abalanzó sobre él para recordarle que aquel “Por Ahora” debía transformarse en un “Para Siempre”.
Tras permanecer dos años en prisión, Chávez entendió que las armas debían, ahora, convertirse en recorridos por cada rincón de la geografía nacional. Palpar de cerca las necesidades de la gente, sus propuestas y su visión de mundo era su principal objetivo.
¡A LA CARGA!
Bañado con el calor del pueblo y de buenos deseos, Chávez se hallaba consciente de que los hombres edifican su propia historia, pero no bajo circunstancias elegidas por ellos mismos sino bajo aquellas con las que se encuentran directamente; que existen y les han sido legadas por el pasado, como refirió el filósofo alemán Carlos Marx, en su obra “El 18 Brumario de Bonaparte, de 1852.
“Vamos a demostrarles a los politiqueros cómo se conduce un pueblo hacia el rescate de su verdadero destino”, manifestó Chávez con caudales de sudor en su rostro, aupado, al mismo tiempo, por la euforia colectiva que se apoderó de los espacios que parecían reducirse con el transcurrir de los segundos.
“Al lado del pueblo, abriremos los caminos de la esperanza hacia un siglo XXI verdaderamente digno, hacia un país que sea la verdadera cuna de Simón Bolívar, el general de América”, expresó ante miles de personas que se encontraban en Los Próceres, a las afueras del Ministerio de la Defensa, lugar donde pronunció su primer discurso, tras ser liberado.
Al día siguiente, lo primero que hizo fue asistir al Panteón Nacional para sellar el juramento de lealtad hacia el pensamiento y legado de Bolívar.
“Hemos venido hasta ti, padre, para la lucha por la patria que nació de tu mente luminosa y de tu espada forjadora. ¡Vamos a la carga por ahora y para siempre!”, afirmó, al tiempo que colocaba una ofrenda floral ante su lecho mortal.
De allí en adelante, las “grandes alamedas”, que en Chile refirió Salvador Allende, se abrieron en Venezuela hasta llegar a Miraflores, lugar del que nunca saldrá.