Sin necesidad de ser contrarrevolucionario, no sería difícil inferir que el uso y abuso del término socialismo, al igual que el de revolución, muchas veces funciona como cortina de humo para no hacer nada que trastoque (aún en lo más mínimo o básico) el sistema de democracia burguesa imperante, sirviendo de justificativo para esconder una simple ambición de poder y el deseo mezquino de conservarlo a toda costa. Esto, en momentos que los grandes centros del capitalismo mundial busca convertir al planeta entero en parte fundamental de su propiedad particular (en una combinación poco estudiada de alianzas, estrategias, tácticas y características que requeriría de un nuevo Karl Marx y un nuevo Friedrich Engels que la desentrañe con criterio científico), hace falta comprender que el tránsito al socialismo implica, incluso, su trascendencia histórica, lo cual no debe ni puede limitarse únicamente a la perspectiva electoral, haciéndole el juego, por consiguiente, a la democracia burguesa que se pretende superar y erradicar de raíz. Tal cosa ha hecho que mucha gente (incluso ilustrada) lo considere algo inútil de enfrentar, entendiéndolo como inevitable, casi que predestinado por fuerzas extrañas a la naturaleza humana. Así, en palabras de Oscar Enrique León en su libro Democracia burguesa, fascismo y revolución, “lo que el neoliberalismo hacía, y aún hace, era sustituir la idea de que el mundo mejor estaba por venir por la de que ya había llegado. Sólo que era uno un poco más estrecho de lo que todos habían supuesto, en éste no cabrían todos y no era tan mejor como lo habríamos deseado. Habría que luchar por él, claro, pero no en el terreno de la historia, sino en el de la economía y la democracia burguesa, y hacerlo como manda la naturaleza, comiéndose los unos a los otros. Con esta estética caníbal, no ya de corte darwinista, sino más bien de usurero shakesperiano, esperaba el neoliberalismo pasar por científico; trocar la noción política y moral de explotación y la injusticia en evidencia de sabiduría”.
Ciertamente, en ello ha influido bastante la maquinaria propagandística del capitalismo, la cual induce a un grueso sector de la población a aspirar, a esforzarse y a competir casi salvajemente a fin de poder gozar y merecer un modo de vida fácil, plena de abundancia y de comodidades materiales, haciéndole creer que ésa ha de ser su máxima y única meta por alcanzar, así esto signifique ser víctima de la más aberrante alienación, mercantilización y esclavitud bajo la lógica del capital. Sin embargo, hay esperanzas concretas que tienden a multiplicarse gracias, precisamente, a la avidez insaciable del capitalismo, especialmente financiero, de apoderarse de todo y colocarle un precio que a las grandes mayorías les resulta cada vez más difícil de cubrir, menos cuando se les exige despojarse de derechos sociales, políticos, económicos y culturales que tienen tras de sí una larga lucha acumulada por conquistarlos y que les garantizaba -al menos, en teoría- un nivel de existencia soportable.
Al respecto, habría que recordar también que la indignación de grandes contingentes de seres humanos en oposición a las pretensiones fascistoides de las grandes corporaciones capitalistas mundiales poco ha incidido en una toma de conciencia colectiva que deslegitime por completo, de un modo radical, las bases legales, culturales e ideológicas que sostienen todavía al capitalismo, cosa que dificulta una acción revolucionaria contundente y sostenida contra el mismo que permita pensar que algún día será posible su eliminación. Nuestra América, en este caso, ya está abriendo brechas en este sentido, lo que habla de una revuelta generalizada contra el hegemonismo capitalista que ya dura más de veinte años en nuestros países, rompiendo los moldes de lo que ha sido hasta ahora el camino de la revolución emancipatoria de la humanidad, mal que le pese a muchos de sus detractores, antiguos y recientes, quienes -quizás sin saberlo- se hallan imbuidos de una visión ahistórica, estática y, por ende, desmemoriada que posibilita combatirlos con mayor facilidad al no disponer de un proyecto histórico propio.