Acaso no exista una tarea que exija más al genio humano que la
de darle cuerpo y forma a un proceso revolucionario con éxito. Una
revolución como la que se plantea en Venezuela significa transformar todo el
conjunto de relaciones sociales, larga y profundamente sembradas en el
subconsciente colectivo, por otro nuevo, radicalmente distinto. Sólo esto,
por si sólo, supone un esfuerzo gigantesco, heroico e inaudito. Si, además
se debe realizar en el marco de poderosas acechanzas y zancadillas de todo
tipo, con las manos atadas por las cadenas del viejo sistema y un
poderosísimo enemigo imperial sin escrúpulos, la tarea se nos antoja poco
menos que imposible de realizar.
Sin embargo, a pesar de todos los inconvenientes, incluida la
ausencia de una vanguardia bien formada y la presencia del pesado fardo del
burocratismo y la corrupción, la revolución bolivariana sigue marchando y
hoy, sin la menor duda, estamos más cerca del objetivo y, desde luego lejos,
muchos más lejos, del punto donde, emoción y poco más de por medio, se
inició esta andadura. El camino recorrido tiene un nombre, nos guste o no,
nos parezca lo ideal o no, sea ortodoxo o irreverente, este es: la comunión
de un pueblo y un hombre. El pueblo ha puesto el corazón y el hombre,
providencial, ha puesto el cerebro, las vísceras y el corazón. Cada día,
este hombre, sin duda excepcional, se saca de la chistera un conejo, una
idea, una misión, una estrategia, un objetivo. El pueblo lo asume suyo, lo
sigue, para el pueblo Chávez es NOSOTROS. Más, mucho más que NUESTRO.
Este rol de Chávez, animador, alma y corazón del proceso
revolucionario lo ha detectado palmariamente el enemigo. De allí que no se
le vea gastar pólvora en zamuros. Toda su cohetería tiene un blanco: Chávez.
No importa si hoy es un periodista que meten preso por estafador, un puente
que se rompe, o una doñita a la que se le dobló un tobillo. La carga va
dirigida hacia la destrucción de quien saben causa y esencia de todas sus
penurias. En la Revolución Bolivariana, es Chávez quien tiene claro hacia
donde se va, como se va y por donde se va. Es, por decirlo de una vez, el
líder absoluto en la batalla. Es quien marca la estrategia. Eso no debería
alarmar a nadie. ¿Qué fueron en su momento, Bolívar, Lenin o Mao? De modo
que vamos a dejarnos de purismos estériles.
Es Chávez quien posee, no sólo el código de comunicación con el
pueblo, sino el arte de orientarlo y conducirlo. La confianza en las
decisiones del líder es fundamental en el fragor de cualquier batalla. Se
confía o no se confía y punto. Se siguen sus decisiones con disciplina o se
demuestra, sin ningún género de dudas, que se tiene una mejor estrategia.
Sembrar la duda sin tener la inteligencia ni el valor de presentar
soluciones ni obtener la fe del pueblo es, además de un fastidio, algo
imperdonable. Eso de disparar al entorno desde una pretendida fidelidad al
líder, por lo menos, causa mala impresión. O se tiene la capacidad para
brindar una guía que alcance el máximo de efectividad para derrotar al
enemigo, o…¡qué valioso es el silencio!. ¡Cuánto ayuda el que no estorba!
Por tanto, y mientras sólo se tengan tristes rebeldías “con
causa”, incapaces de dar luz al camino y sí argumentos al enemigo, lo que
queda es: DISCIPLINA. La disciplina que mana de la conciencia. Eso es lo que
se necesita para vencer en esta batalla. Capacidad de actuar ordenadamente,
perseverantemente, para conseguir el objetivo. Capacidad para soportar
molestias y sobre todo, autoexigencia: dar cada vez más lo mejor de nosotros
mismos hasta hacer que las cosas que dependen de nosotros funcionen, y
además, funcionen bien. Comprensión con los demás. Trabajo en equipo.
Persistencia en el camino propuesto por la estrategia de conjunto. Un valor
fundamental para ser un buen revolucionario y un buen soldado. Hay momentos
en la travesía en los cuales la serenidad de las aguas, el cielo azul y el
horizonte profundo, no sólo permiten sino que aconseja que la tripulación se
distraiga, que se dedique al diseño y hasta hable pajita. Hay otros
momentos, aquellos en que las aguas se ponen procelosas, el cielo anuncia
tempestad y el enemigo se advierte cada vez más cerca, cuando cada
tripulante debe estar en su puesto, atento, presto para la acción, obediente
a las instrucciones del timonel. En esos momentos hasta la más leve
distracción puede causar un desastre. Sin disciplina es imposible tener la
fortaleza necesaria para enfrentar los inconvenientes. Somos poco confiables
y, desde luego, peligra el flanco que en mala hora esté bajo nuestra
responsabilidad.
Una disciplina activa, que no es precisamente ni ciega, ni boba,
ni alcahueta, sino eficaz. Con capacidad para producir resultados, sin
quedarnos en la justificación por el esfuerzo o la salida tangencial de
echarle la culpa a otro. La disciplina tiene en su esencia el valor de la
armonía de ser, pensar y actuar en función de un fin que se tiene claro.
Disciplina, y un concepto que nos cuesta asumir: obediencia. Lo de moda es
el rechazo a toda forma o principio de autoridad. La soberbia y el egoísmo
nos hacen ser autosuficientes, superiores, reacios a rendir nuestra voluntad
al objetivo común. Mala cosa esta para ganar una batalla a un enemigo
imponente. Cuando se es libremente obediente a las líneas del plan
colectivo, se es definitivamente más cabalmente libre. ¿Por qué nos cuesta
tanto trabajo ser disciplinados y obedientes en el ejercicio de nuestras
tareas? Quizás hayan muchas razones, sin embargo, la más común es qué,
aunque digamos otra cosa, no reconocemos la autoridad en la persona que la
ejerce, la consideramos inferior, inepta, necia o torpe, especialmente
comparada con nosotros mismos. Al final, somos como somos, por soberbia.
Ninguna batalla de importancia se habría ganado jamás con un ejército
plagado de soberbios, indisciplinados y pedantes. En Venezuela, por si no
nos hemos enterado, estamos en guerra.
Y no hablo de pensamiento único o dictadura ideológica. Hablo de
tanta diversidad y debate como sea necesario pero…unidad en la acción. Tanta
discusión como sea necesaria antes de emprender la marcha. Luego, en plano
combate, unidad, disciplina y eficacia. Al enemigo, ni agua.