La estructura del Estado liberal-burgués y la lógica capitalista han logrado convencer a una gran parte de la población mundial que todos los problemas generados hasta ahora -económicos, políticos, étnicos, sociales y otros- jamás podrían resolverse fuera de los parámetros impuestos por ambos. Para los más "audaces", sólo bastaría con un cambio nominal de gobierno y, acaso, con la redacción y aprobación de algunas nuevas leyes, sin plantearse nada más allá de esto. Por tal motivo, la idea de una revolución transformadora de la realidad circundante choca inmediatamente contra quienes meramente aspiran mejorar su situación material personal, habituados como están a una vida predecible, moldeada por las formas de dominación (coercitivas y hegemónicas) de las elites gobernantes o predominantes.
Se impone así la necesidad de hacer la revolución socialista acompañada de un proceso de cambios, esencialmente culturales, que tengan una incidencia directa en el tipo de conciencia a ser asumido ahora por las personas que construyen el nuevo orden revolucionario. Lo más natural sería entonces que la revolución socialista -observando el caso venezolano y nuestroamericano- tenga raíces propias, alejadas en lo que más se pueda de los cánones impuestos por el eurocentrismo, visto y asimilado como "gesta civilizatoria", extendida a todos los continentes y expresión, por consiguiente, de la llamada "supremacía blanca".
En tal sentido, en algunas de las naciones del continente americano se han estado creando importantes escenarios políticos, sociales y culturales de resistencia ante la hegemonía capitalista que podrían estimular una redefinición bastante significativa y cercana a la idiosincrasia nuestraamericana en relación al concepto y al ejercicio pleno de la democracia, cuestión que -por ahora- se ha enmarcado en lo que debiera ser el socialismo revolucionario del siglo 21, ya no como algo abstracto, reducido a dogmas irreductibles, sino como realidad tangible e inmediata. Esto, por supuesto, exige igualmente una reconfiguración del marco jurídico-político sobre el cual descansa el Estado actual, estando más orientado a la legitimación del viejo orden establecido (dominado por las elites capitalistas y su desmedida apetencia de ganancias) que a la concreción de un verdadero ideal democrático. Esta reconfiguración es, por demás, necesaria. Tanto la estructura representativa del Estado liberal-burgués como la lógica capitalista, son opuestas a la noción de una democracia participativa y protagónica, más si se pretende avanzar hacia una democracia directa, sin que existan los tradicionales agentes intermediarios que terminan por distorsionar la voluntad y las expectativas populares.
La idea de una revolución transformadora es, además, esencialmente subversiva. De ahí que sea severamente torpedeada desde los grandes centros de poder hegemónicos del mundo, aun cuando ella esté limitada a un solo país, dado el temor justificado que su ejemplo irradie hasta otros, multiplicándose y haciendo tambalear el dominio uniformista del capitalismo global. Por ello es crucial que el avance revolucionario de nuestros pueblos esté sustentado en la preservación de su identidad cultural, en vista que la globalización capitalista tiene como uno de sus objetivos básicos -por medio de la transculturización constante- derribar las barreras que dificultan su control, primero sobre nuestros diversos recursos estratégicos y economías, para luego extenderse sobre la vigencia y el respeto de la soberanía de los mismos pueblos que aspiran dominar.-