Estoy convencido, no de ahora sino desde hace unas cinco décadas, de que las revoluciones no son asunto de oficinas y viáticos sino de campos de batalla llenos de soldados (también de guerrilleros, según el momento histórico) y estos llenos de convicciones.
La precedente observación crítica sigue teniendo vigencia, desde mi perspectiva, pero no encierra ningún tipo de criticismo. No me cuento entre quienes practican los hábitos del purismo y la ortodoxia, aunque me reivindico desde el Marx de los Grundrisses y la Crítica de la economía política como bases teórico filosóficas para la construcción de la utopía de la sociedad posible, la de los iguales, la comunista, la Patria socialista para decirlo en los términos poéticos de Chávez.
Y, a propósito de nuestro Comandante Supremo, de su visión libertaria y libertadora, de su humildad de indesclasable proletario, reconozco, admiro y defiendo que no hay una sola forma de construir el socialismo. Lo que sí es que ¡hay que construirlo! No es el maná bíblico que nos cae desde el cielo, atina en nuestras bocas abiertas y luego moviliza nuestras mandíbulas para que digiramos las riquezas y comodidades derivadas del petróleo.
La que propuso el camarada Comandante Hugo Chávez, que comenzó en epopeya y no finalizó, ni siquiera, durante el ejercicio de 14 años de Gobierno Bolivariano, me parece todo un acierto (ojo: todo un acierto, lo que no quiere decir un acierto en todo). Defiendo la totalidad de su obra revolucionaria, los pasos dados, su visión universal e indetenible, enriquecida por distintos aportes y experiencias, sin perder jamás la humildad del proletario campesino de Sabaneta.
Chávez, en su juventud de soldado, no quería ser Presidente, quería ser líder y conducir los destinos de la patria hacia un momento donde, al menos, todas y todos pudiésemos disfrutar de “la mayor suma de felicidad”. Por eso, entre otras cosas, se resistió, hasta un último momento, a ser candidato. Quizá si no lo hubiese sido y no hubiese asumido, con la vehemencia, patriotismo y convicción con que lo hizo, la Presidencia de la República, luego de resultar electo en 1998, poco, muy poco o nada hubiésemos avanzado en esta Revolución que, en mi humilde opinión y gracias al pueblo, al que obedezco, es hoy indetenible.
Revolución no es Gobierno, pero no tengo dudas de que nuestro Gobierno es Revolucionario. Revolucionario no es sinónimo de perfecto ni de irreversible. Pudiésemos ser desplazados del Gobierno o perder elecciones y nuestra Revolución está llamada a seguir. Eso no debería ocurrir, pero –convenzámonos- la Revolución no es el Gobierno. La Revolución es una causa de clase que debe asumirse en todos los terrenos, incluyendo el de la más discreta “intimidad del hogar” y donde las únicas armas que estamos obligados a empuñar siempre, son las de la conciencia de clase. Las demás las rudimentarias, las de fuego, la artillería, sea de morteros, misiles o del pensamiento, se van consiguiendo de diferentes formas. La de la conciencia proletaria, habita a las y los revolucionarios o se corre el riesgo de la traición o de los “saltos de talanquera”, como decimos en Venezuela.
Por eso, insisto, la Revolución no es un cómodo cargo de gobierno desde donde se impone, se vocifera y se disfruta, apostando siempre a la salvación egoísta de sí mismo y de sus entornos y no a la liberación del pueblo, la destrucción de las relaciones de producción capitalista y la edificación de los espacios de producción, distribución y consumo entre iguales, que entienden y asumen que “a cada quien según sus necesidades y de cada quien según sus capacidades”. La lucha es de clases… no para convertir a unos pocos en una media clase de aspirantes a burgueses. Seamos –como dice una canción poema de Silvio- “un tilín mejores y mucho menos egoístas”, de lo contrario se nos pondrá más lejos la independencia definitiva y, también, la Patria socialista.