Futuro incierto

  Un país, en el que cualidades tan importantes como la capacidad y preparación de sus gobernantes son sustituidas por complejos y prejuicios, por sectarismos y espíritu de grupo, no puede tener, imposible que lo tenga, un buen y prometedor futuro. Y esto es lo que justamente ocurre en Venezuela, porque el actual equipo gobernante no está ni mucho menos a la altura de las exigencias y necesidades del país. No está lo suficientemente preparado, como lo sugirió J.V. Rangel, para asumir semejante responsabilidad. Y lo peor es que no se les puede pedir que rectifiquen, que asuman otro comportamiento en la conducción del país, porque no sabrían hacer algo distinto de lo que hasta ahora han hecho. No saben qué hacer con el gobierno que tienen en sus manos. De allí el caos imperante, la imparable inflación que, como un hambriento Gargantúa, está virtualmente devorando el salario real de los trabajadores y de los que no lo son.

  En virtud de lo anterior, y como una vía para impedir que la crisis en la que nos encontramos sumidos se siga profundizando, hemos propuesto que el gobierno trate de normalizar las relaciones con los sectores productivos del país, que trate de disminuir la pugnacidad suicida que hasta ahora ha mantenido con esos sectores. Y para empezar a construir esa normalización, creemos necesario que el presidente Maduro deba atender positivamente la invitación que el presidente de Fedecámaras le hizo, es decir, la invitación para que asista a la próxima asamblea del gremio que él preside. Al respecto, debemos aclarar lo siguiente: como algunos imbéciles, de cuya inteligencia no es mucho lo que se deba esperar, han pretendido desnaturalizar mi propuesta atribuyéndole oscuras intenciones que desde luego no tiene, debemos enfatizar, como lo han podido leer, que esa propuesta se refiere a "normalizar" las relaciones, no a que el gobierno suscriba pactos secretos con el sector empresarial del país. Nada de esto, porque lo que proponemos, repito, es el establecimiento de unas relaciones normales, similares, por ejemplo, a las que existen en países como Uruguay, Argentina, Ecuador, Bolivia, etc., que les permitió el año pasado a esas naciones registrar un crecimiento económico bastante llamativo. Sobre todo Bolivia, que registró un envidiable crecimiento del 5 por ciento. Al contrario de nuestro país, que estuvo apenas a fracciones porcentuales de caer técnicamente en recesión, o sea, por debajo de cero. 
 
    Ahora pregunto: este desfavorable comportamiento económico de nuestro país, que nos está llevando al colapso total y definitivo, ¿no exige por lo menos una reflexión? ¿Un cambio radical de actitudes y políticas gubernamentales que tiendan a restablecer la confianza entre ambos  sectores, el privado y el público? Un cerebro sano y bien organizado sin pensarlo mucho respondería, basándose en lo que estamos viviendo, afirmativamente. Sin embargo, existen algunos tarados que sostienen lo contrario, o sea, que no. Y para avalar esa posición argumentan que el gobierno debe mantenerse firme con estos sectores, porque de lo contrario lo que tendríamos en Venezuela ya no sería  revolución sino revisionismo. Pues bien, partiendo de la premisa de que fuera cierto que en nuestro país exista una revolución, cosa que no nos parece, ¿lo anterior sería malo? Sería malo que en vez de revolución tuviéramos revisionismo? Para saberlo, nada mejor que preguntarle a los habitantes de los países arriba mencionados si ellos estarían dispuestos a cambiar su supuesto revisionismo por la supuesta revolución venezolana. ¿Cuál sería la respuesta de esos pueblos? ¿Dudarían mucho en pronunciarse?
 
Por último, no existe nada más contrario a una revolución auténtica que el dogmatismo, el mantener posiciones rígidas e inflexibles en un escenario en permanente transformación y cambio. De allí que los principios que la rigen tengan que ser lo suficientemente flexibles y dinámicos que le permita adaptarse creativamente a las circunstancias cambiantes que la rodean. Una buena referencia en torno de esta materia lo constituye Lenin y su Nueva Política Económica. Pero, además, el desiderato de toda revolución es garantizar al máximo el bienestar y la prosperidad de la gente, de no ser así, no se justificaría en absoluto. Por eso, cabría preguntar: ¿en nuestro país se está cumpliendo este papel de la revolución? La respuesta a esta interrogante está, no sólo en lo que estamos viviendo, sino también en el desempeño de nuestra economía el año pasado, año en el que, como dijimos, estuvimos a punto de caer en recesión. Y Apropósito de esos deplorables resultados, valdría la pena volvernos a preguntar: ¿sería acertado calificar de revolución el proceso político que los ha provocado, que ha provocado esos infelices resultados? O más importante aún: ¿valdría la pena continuar empleando las mismas políticas que nos han conducido a tan desfavorable situación? 
 


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Alfredo Schmilinsky Ochoa


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