La democracia que debe prevalecer entre los revolucionarios tiene que nutrirse, en todo momento y espacio, de la participación y del protagonismo que le corresponde al pueblo en la construcción y consolidación de la nueva sociedad. Sin este rasgo característico, tal democracia es un fraude y, por consiguiente, completamente contraria al concepto de revolución.
Al decir de Muammar El Gadhafi en El Libro Verde, “la democracia es el poder del pueblo y no el poder de un sustituto del pueblo”. En tal caso, la democracia tendría que ser revolucionaria, en un proceso que parta o se establezca desde abajo hacia arriba, trascendiendo y haciendo obsoleto el concepto de la democracia representativa, ya que ésta –valga la redundancia- no representa realmente al pueblo, cuya soberanía (en palabras de Jean Jacques Rousseau) no puede ser representada”. En vista de ello, hay que considerar, en opinión de Real Vela y Omaira Zabib, que “teóricamente, según reafirma en todas las Constituciones conocidas desde el siglo XIX hasta la actualidad, representan a los ciudadanos ante el Estado y al Estado ante los ciudadanos. Pero esta situación, la de ser representante del pueblo ante el Estado y del Estado ante el pueblo, es lo que permite a una exigua minoría confiscar, mediante el voto, el poder político a las grandes mayorías. En consecuencia, la representación política no es más que un medio de usurpación del poder del pueblo”.
Esto obliga a los revolucionarios a redefinir la democracia, pero con parámetros completamente diferentes, incluidos los que dominan el ámbito económico, lo que nos conduce necesariamente al socialismo participativo, con toda su carga de novedad y de subversión en lo que se refiere al orden establecido. De ahí que resulte interesante que las rebeldías populares habidas en nuestra América tengan características que las acercan a la revolución, puesto que sus demandas no se limitan a un simple cambio de personeros en el gobierno sino que implican tener acceso directo al poder y vinculación con las decisiones que se tomen, además de exigir una distribución equitativa de la riqueza generada entre todos. De modo tal que se ataca simultáneamente al régimen político representativo y al capitalismo, sin dejar de lado las injusticias sociales que ambos ocasionan. Sin embargo, la carencia de una clara orientación socialista impide que nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños tengan una mayor comprensión de la realidad que hostigan y se planteen abiertamente la toma del poder, con lo cual podrían concretar una verdadera revolución social, deficiencia que ha sido aprovechada por oportunistas, demagogos y reformistas de toda laya.
La democracia entre los revolucionarios, no cabe duda, tiene que convertirse en un socialismo participativo, de modo que no deje dudas respecto a sus objetivos centrales. Pero, sin que se tienda a confundirlo con el socialismo real o autoritario impuesto por Joseph Stalin en la URSS a la muerte de Lenin y que fuera adoptado automáticamente por los Partidos Comunistas a nivel mundial, sin indagar si éste satisfacía o no a las masas y, menos, sin preocuparse en ensanchar y actualizar el conocimiento marxista-leninista, soslayando cuestiones esenciales para su continuidad y desarrollo. Por ello mismo, al sugerirse la posibilidad de construir un nuevo socialismo, ésta deberá enmarcarse en un proceso continuo de socialización del poder, evitándose su verticalismo clásico. Ello implica cederle un espacio permanente y suficientemente amplio a la horizontalidad, de forma que se produzca un cambio estructural, no una reforma, que vaya en beneficio del pueblo y haga posible el surgimiento de nuevos paradigmas sociales, políticos, económicos y culturales que afiancen el secular anhelo humano de justicia social, igualdad y libertad.-
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