Gracias al triunfo «inesperado» de la oposición en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, el chavismo se ha reactivado con nuevos bríos e, incluso, con nuevos rostros, lo que ha hecho pensar a muchos dentro y fuera de Venezuela que este renacimiento hará que el escenario político -con una Asamblea Nacional bajo control contrarrevolucionario- resulte ahora más interesante de lo que fuera en los dos últimos años, cuando asumiera la presidencia Nicolás Maduro. La coyuntura que se le presenta al chavismo consiste, por un lado, en si sabrá recuperar el ímpetu inicial cuando en todo el país se conformaron movimientos político-sociales importantes, de forma espontánea e independientes de los partidos políticos entonces existentes. Esto pasa también por definir cuál será su rol respecto a la acción del gobierno, si mantendrá una actitud sumisa y clientelar o, por el contrario, sabrá exigir y hacer respetar sus espacios de construcción y organización revolucionaria, con total autonomía de las diversas instituciones del Estado. Por otro lado, en presentar y seguir una estrategia verificable con el tiempo que le permita construir una hegemonía realmente revolucionaria y popular que reduzca y contenga las pretensiones de la reacción interna.
Frente a ello, chavistas y revolucionarios no pueden obviar que los grupos de la oposición tienen centrado su objetivo en la caída (para ellos, inminente) del gobierno de Maduro, lo cual aumentaría el clima de ingobernabilidad logrado hasta el presente mediante la especulación, el acaparamiento y el desabastecimiento programado de diversidad de productos, achacándole la culpa al presidente. Además, dicho objetivo es compartido por los jerifaltes de Washington, siendo imposible sustraerse a la sospecha de que continuarán los ataques desde la Casa Blanca y la industria periodística estadounidense (y de otras latitudes) en contra del régimen venezolano a fin de precipitar una escalada de mayor intervención, justificada por la desconfianza, el resentimiento y la reducción del apoyo popular que éste padecería eventualmente; agravando la situación interna con algunos focos de violencia que obliguen a la fuerza pública a intervenir para sofocarlos y, así, disponer de un escenario propicio que coloque al gobierno entre la espada y la pared.
En este nuevo escenario político, le corresponde al movimiento revolucionario actuar con sentido de la oportunidad, determinación y suficiente audacia para impedir que la contrarrevolución continúe logrando más espacios de control del Estado. Esto significa desprenderse de los hábitos que tradicionalmente han caracterizado a los sectores de izquierda, obsesionados la mayoría de las veces con fórmulas teóricas (valiosas, sin duda) que obvian la historia de luchas protagonizada por el pueblo venezolano, así como su realidad socioeconómica y su carácter colectivo. Esto merece un debate que trascienda el mero discurso retórico, aparte de la formulación de un proyecto transformador al cual se adhiera una mayoría de los sectores populares, habida cuenta que todavía queda pendiente saldar la deuda social con la mayoría de la población venezolana.
Por consiguiente, es preciso que los mismos movimientos revolucionarios de base lleguen a comprender que las dádivas extraídas del viejo Estado liberal-burgués vigente no representan ningún avance revolucionario, por mucho que así se diga y se crea. El objetivo a alcanzar es, al contrario de ello, causar un verdadero cambio estructural del Estado, no su maquillaje. Para que tal cambio ocurra, se requieren cambios profundos en la concepción política que repercutan en el establecimiento de nuevas relaciones de poder, teniendo como puntos de partida el ejercicio pleno de la democracia directa, desde abajo y sin que haya tutela alguna.